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Porr supuesto, Jacobito, que te acordarrás muy bien de que yo no querría tornarr los sellos. ¿Te acuerrdas?... me los diste y yo no los querría tornarr.. Porr complacerrte, porr darrte gusto los tomé y me arrepiento; que yo no los necesitaba, ni quierro nada de esos señores. ¿Te enterras?... Y conmigo no cuentes, porrque yo lo digo todo clarrito, clarrito, y me lavo las manos.

¡Córrrrdoba, señores, Córrrdoba!... ¡Ferrrnandito Córrrdoba, rrrepublicano!... ¡Quién lo creyerra, cuando íbamos juntos a casa de la Benavente, cuando Fernando VII lo envió a Portugal con su hermano Luis, detrás del infante don Carlos y la princesa de Beyrra!... Porr supuesto, que yo era entonces un niño, una verrdadera criaturra...

, porr cierrto... Pues lo que yo quiero exigir de él es que obligue a Elvira a acceder a mis pretensiones. ¿Perrro cuáles son tus pretensiones, Jacobito? preguntó el tío Frasquito muy alarmado. Una muy sencilla y muy cristiana... Reunirme con mi mujer y olvidar todo lo pasado.

Porrque mirrra, la verrrdad prosiguió con aire de íntima confianza . Yo soy muy católico, muy creyente, perrro lo que es el clerrro, deja mucho que desearr en todas parrtes... No se encuentra un sacerrdote que nos conozca bien, que sepa amoldarrse a nuestro modo de serr, al modo de sentirr de las gentes de nuestrrro círrculo... El mismo padre Cifuentes, el otro día, en el entierrro del general Tercena, me dio la tarrde, hijo, me dio la tarrde... empeñado en convencerrme de que yo me había de morrrirr también, y que era menester preparrrarrse y pensarr en lo eterrno... En fin, hijo, me angustió, ¡me angustió de verrras!... Y cuando lo de Pepita Abando, ¿ no sabes?... Estuvo atrroz, atrroz, crruelísimo... Una muchacha tan buena, tan elegante, tan carrritativa, que nunca tuvo más pasión que Pablo Verrra, y todo Madrid lo sabía y lo sancionaba, y hasta su mismo marrrido se hacia cargo... Pues nada, hijo, el padrre Cifuentes no se lo hizo: se puso malo Pablitos, y Pepita, ¡clarrro está! atrropelló porr todo, y se instaló a su cabecerrra.

Avisarrron al padre Cifuentes, y este contestó que no podía entrarr en aquella casa sin que Pepita salierrra prrimerro... ¡Figúrrrate qué exigencia!... Ella se negó, porr supuesto, y Pablitos también, y porr más vueltas que dierrron parrra convencerr al santo varrrón de que errra una crueldad separrrarlos, y que todo el mundo le crriticarrría a ella abandonarrlo en la última horrra, nada, nada, nada... Têtu, como un arrragonés: se metió las manos en las mangas y dijo que no, que no y que no, y lo dejó morrrirr como un perrro.

¡Lo que le estaba pasando hacía más de tres meses!... Si aquello era para volver loco al más pintado; primero le incomodó, diole después rabia, y al presente, ahora, en aquel momento le espantaba; ¡vamos, que le espantaba, que le ponía los pelos de punta!... Un día, me acuerrdo muy bien, el 9 de diciembre, rrecibí porr el correo una carrta de San Peterrsburrgo...

Y tan de veras... Porque siendo ella más rica que yo, no faltarán malas lenguas que atribuyan al interés mi vuelta a su lado... ¡Oh, no, no, Jacobito, porr Dios! ¡Porr Dios, Jacobito!... ¡Quien piense eso..., no te conoce! En fin, ya lo veremos... Lo que importa ahora es que yo me entienda con el padre Cifuentes. Pues si te parrrece, mañana irrremos. Sin falta.

¡Ay, Jesús, Jacobito!... ¡Porr Dios, dímelo!... ¿Qué pasa? exclamó el tío Frasquito muerto de susto. ¡Me has perdido!... ¡Me has perdido! repetía Jacobo. Y bajo la impresión del temor y el aturdimiento, confió con su impremeditación ordinaria al necio viejo, si no la parte más culpable, la más peligrosa, al menos, de la aventura de los masones.

Rechinaba sin cesar el torno, bajando o subiendo la plancha, y en la banqueta más alta del elegante mail-coach chillaba Leopoldina Pastor como una desesperada, gritando que aquellos indecentes caballos iban a despeñarla por la montaña abajo... Sentado a su lado, el tío Frasquito, con un finísimo pañuelo prendido en su sombrero de paja para preservar de los ardores del sol la blancura de su cutis, miraba con gesto de susto lo profundo del precipicio y agarrábase a cada vaivén del coche a los hierros del asiento, gritando angustiado: ¡Currra, porr Dios, cuidado!... ¡Cuidado, Currra!

Y con ademán misterioso y tono de íntima confianza, añadió: Porr supuesto, que Jacobo sólo va allí al olorrcillo de los millones de la Monterrrubio, que disfruta hoy Elvirrra... ¿Y qué harrrá ella?... Porque no cabe en cabeza humana que una muchacha tan buena, tan santita, quierrra hacerr de nuevo ménage con ese Poncio Pilatos...