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Fué lástima que no tuviéramos el cañón de la cueva del río para saludar con salvas nuestra primera conquista. Luego nos dispusimos a reconocer el barco. El Stella Maris estaba hundido por la proa y levantado por la popa. La cubierta se hallaba rajada a consecuencia de haberse venido abajo los palos y las poleas.

Abajo mugía la máquina de vapor, dando bufidos espantosos que se transmitían por las múltiples tuberías; rodaban poleas y tornos con un estrépito de mil diablos; y por si no bastase tanto ruido, las hilanderas, según costumbre tradicional, cantaban á coro con voz gangosa el Padre nuestro, el Ave María y el Gloria Patri, con la misma tonadilla del llamado Rosario de la Aurora, procesión que desfila por los senderos de la huerta los domingos al amanecer.

En cambio chasqueaba la lengua con entusiasmo al referir á sus amigos los misterios sabrosísimos del gazpacho blanco, las poleás con azúcar, las aceitunas aliñás, las naranjitas y la mojama.

En el momento que vamos a permitir a nuestros lectores que entren en el pabellón, don Salvador y Juanito se hallaban haciendo lo que en el lenguaje técnico de los gimnasios se llaman poleas, ejercicio que desarrolla los músculos de los brazos, ensancha el pecho y abre el apetito.

Es necesario ver trabajar esos monstruos para saber hasta dónde puede llegar la potencia mecánica. El ingeniero constructor del motor fijo que daba movimiento a las infinitas poleas de la Exposición Universal de Filadelfia, decía que, si tuviera un punto fuera del mundo para colocar su máquina, sacaría a la Tierra de su órbita. Tenía razón, como la tenía Arquimedes.

El ancla desgarra con sus dientes el lecho de algas en que ha dormido, el carbón chisporrotea en las parrillas dando aliento á los pulmones de acero de la caldera, los engranajes se ajustan, las dobles poleas hacen alarde de su potencia, las burdas, cabos y calabrotes, prueban su elasticidad, las cadenas hieren la cubierta, y en medio de toda aquella vida y de aquel movimiento en que nada está quieto, el barco se columpia libre de toda traba, combinando las palas de la hélice en el fondo de las aguas espirales remolinos que llevan á la superficie entrelazadas ondulaciones en las que se tejen las filigranas de espuma que deja en pos de la bullente estela.

¡Pobre Yurrumendi! Daría cualquier cosa por verle en la tienda de poleas de Zelayeta o en el Guezurrechape de Cay hice, contando sus cuentos; pero los años no pasan en balde, y hace ya mucho tiempo que Yurrumendi duerme el sueño eterno en el Camposanto de Lúzaro. Recalde, Zelayeta y yo ingresamos en la Escuela de Náutica.

Un momento después oíase en todo el faro un estrépito de cadenas, de poleas, de grandes pesas de reloj a las cuales se daba cuerda. Yo me sentaba fuera, en la terraza, durante ese tiempo. El sol, muy bajo ya, descendía cada vez con más rapidez hacia el agua, llevándose tras de todo el horizonte. Refrescaba el viento, la isla teñíase de color violáceo.

Hoy, el mar ha cambiado, y ha cambiado el barco, y ha cambiado también el marino. De aquellas airosas arboladuras que tanto nos entusiasmaban, no quedan mas que esos palos cortos para sostener los vástagos de las poleas; de aquellas maniobras complicadas, nada se conserva.

El mar se aleja en una inmensa mancha verde; se mueven, suavemente balanceados, los barcos; las grúas suenan con ruido de cadenas; chirrían las poleas; se desliza rápido, en la lejanía, un laúd con su vela latina y sus dos foques. Y rasga los aires una bocina ronca con tres silbidos largos y luego con tres silbidos breves. Sale un vapor.