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Este arrojó el arma y se acercó a Alberto, quien a su vez acercose a Felipe, el cual aún conservaba la pistola descargada en la mano. ¡Diantre, señor de Auvray, deme usted pronto esa arma! exclamó el procurador. Existe una ley contra los desafíos.

Decíase que en cierta ocasión había disparado el revólver sobre unos muchachos que le dirigían en son de burla el reflejo de un espejo a los ojos; se había batido con una pistola cargada de arena y otra de pólvora, y había matado a su contrario. Fue íntimo amigo del Naranjero, el célebre bandido de Córdoba, y se hacía acompañar por él en sus cacerías por la sierra.

El español intentó balbucear aún un no entiendo. Pero Kernok que había agotado todos sus recursos oratorios, reemplazó el diálogo por la pantomima y le puso bajo la nariz el cañón de su pistola. A esta invitación, el capitán lanzó un profundo, un doloroso, un desgarrador suspiro, e hizo signo al pirata de que le siguiese.

La tartana estaba sumergida en la obscuridad; solamente un punto luminoso brillaba en su popa, en la dirección de la cámara; pero no se oía el más ligero ruido a bordo, ni se veía a nadie sobre el puente. El capitán del guardacostas, habiendo efectuado dichosamente su cambio de amuras, se dejó ir sobre la tartana, hasta una distancia de medio tiro de pistola.

Unos llevaban por toda arma un lanzón; otros, un sable; otros, un hacha atada con una cuerda a la silla y una enorme pistola de arzón sujeta a la cintura. Varios otros, con el rostro levantado contemplaban extáticamente la verde copa de los abetos, que se escalonaban unos sobre otros y llegaban hasta las nubes.

Aquel enfermo no era un enemigo digno de su sable; había que establecer cierta igualdad entre los dos, y para eso servía la pistola, única arma que se presta á las sorpresas y caprichos del azar. «De todos modos lo mataré», pensó Lubimoff, acordándose de sus habilidades de tirador. Advierto á su Alteza siguió diciendo el coronel que lo mismo da un arma que otra.

¡Eh! ¡Caballero! ¡Alto ahí! exclamó Alberto, que aún conservaba en la mano la pistola de Amaury. ¿Será usted capaz de irse sin que dispare contra usted? ¡Ah! Es verdad, se me olvidaba. Perdone usted, caballero... ¿Quiere usted medir la distancia?... No hay necesidad repuso Alberto. Ya está usted bien ahí mismo; no se mueva.

Y en cuanto a su cómplice... ¡oh! en cuanto a su cómplice.... Por de pronto yo manejo la espada y la pistola como un maestro; cuando era aficionado a representar en los teatros caseros es decir cuando mi edad y posición social me permitían trabajar, porque la afición aún me dura comprendiendo que era muy ridículo batirse mal en las tablas, tomé maestro de esgrima y dio la casualidad de que demostré en seguida grandes facultades para el arma blanca.

Alberto le sacó de esta situación diciéndole: Sucede que no eres , sino yo el que se bate con este caballero, y a juzgar por la destreza que ha demostrado al dispararme, se ve que es un enemigo peligroso. Venga la pistola y concluyamos; quiero ver si gozo de tan buena puntería como él.

Además, la hacienda de Santa Clara no está en el fin del mundo.... ¡Ya, ya verá usted a su sobrino, qué majo y qué gallardo que viene, vestidito de charro, en un caballo soberbio! ¡Ya verá usted, tía Pepa, qué elegante y guapo estaré con el pantalón ceñido, el jarano galoneado, la chaquetilla airosa y la pistola al cinto! ¡Y «taca, taca, taca»! ¡Ahí está el ranchero! ¡Ya llegó!