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Los sicarios, encargados de matar al niño, habían tenido piedad de él y le habían expuesto a la puerta del castillo de D. Fruela.

Pero no sólo del terror nació mi piedad, que ahora creo que va de veras, sino también de amor de Dios, y de un deseo vehemente de seguir a millones de millones de leguas a mi modelo inmortal. Y para decirlo todo, sepa que en mucho, en mucho, debo al afán de no ser ingrata esta voluntad firme de hacerme buena.

Todo esto le obligó a dejar el templo solitario. Volvió a las horas del culto. Conocía que en la nueva piedad que buscaba debían tomar parte importante los sentidos.

En los días siguientes, recorrió, sin descanso, yendo y viniendo, la calle de su amada. ¡Cuán terrible desengaño el que bajó hasta él desde las verdes celosías! No hay lenguaje más cruel para el enamorado que el de esas maderas cerradas sin piedad, y que parecen rechazar o mofarse en nombre de una mujer.

Que porque seria hacer grande offensa a la Piedad de V. Mag.^d, q. se diga q. nada le iguala, habla desta manera: Sy no es necessario q. assy sea, para q. ella se descubra en su ygual contrario.

Que esto passa: Que agora diré yo a su Mag.^d lo que se me offresce; a que sup.^co me de el oydo attencto; para que mi demanda y justas consideraciones hallen lugar en el ánimo de su Mag.^d y ceuen en la Piedad natural.

Lo ves, Ana, lo ves; ya Juan no viene y se levantó Lucía; fue a uno de los jarrones de mármol colocados entre cada dos columnas, de las que de un lado y otro adornaban el sombreado patio; arrancó sin piedad de su tallo lustroso una camelia blanca, y volvió silenciosa a su mecedora, royéndole las hojas con los dientes. Juan viene siempre, Lucía.

No os ciegue pasión ni amor; Juzgad jurídicamente; Que quien castiga sin culpa, A Dios la piedad ofende. Un mensajero anuncia la muerte del falso acusador Ramiro, y poco después espira también el Rey, para responder al emplazamiento de los Carvajales, que lo citaron ante el tribunal de Dios. La judía de Toledo.

No veía la muchedumbre famélica esparcida a sus pies, la horda que se alimentaba con sus despojos y suciedades, el cinturón de estiércol viviente, de podredumbre dolorida. Era hermosa y sin piedad. Arrojaba la miseria lejos de ella, negando su existencia.

Entonces se inclinó hacia el suelo, cogió de un rincón un manojo de cuerdas olvidadas, y esgrimiéndolo a manera de látigo, castigó con justicia y sin piedad. Nadie le veía, nadie sentía dolor, y sin embargo las cuerdas acardenalaban las carnes, rompían las galas y mostraban desnudos los cuerpos pecadores.