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Aquella especie de amistad severa y dulce, al mismo tiempo que unía a Josefina con el cura, la sirvió para una trasformación extraña; pero lo que Lázaro había provocado en la niña, más que una trasformación era el desarrollo de cuanto fecundo puede haber en el corazón humano. Poniéndola en condiciones de distinguir, casi intuitivamente, lo bueno de lo malo, cumplió la preparación necesaria en ella para apreciar la diferencia que existía entre hombres como Félix Aldea y caballeretes como los que hasta entonces había tratado. Con todo lo que de Lázaro escuchó, de sus instintos, sentimientos, ideas, y juicios, se formó Josefina una imagen que, sin reflejarse en su fantasía por entero, ni llegar a personificarse en una figura, prestó a las impresiones la suficiente cohesión para engendrar la aspiración indeterminada de un ideal en que se daban juntas y cumplidas las buenas cualidades del cura y las promesas de futura dicha, ya evocadas en el corazón de la mujer. Para realizarlas estaba Lázaro incapacitado. Ni por un momento cupo en Josefina la idea de que coexistieran en él las dos personalidades de hombre y sacerdote; pero cuanto se desprendía de su trato vino a formar algo como la fórmula de la ventura soñada, la profecía desinteresada de bienes que él no podría otorgar, pero que en él estaban visibles a los sentidos, aunque negados para siempre a la posesión o al goce.

En ausencia de la barbarie irruptora que desata sus hordas sobre los faros luminosos de la civilización, con heroica y a veces regeneradora grandeza, la alta cultura de las sociedades debe precaverse contra la obra mansa y disolvente de esas otras hordas pacíficas, acaso acicaladas; las hordas inevitables de la vulgaridad cuyo Atila podría personificarse en Mr.