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La duquesa salió bizarramente aderezada, y don Quijote, de puro cortés y comedido, tomó la rienda de su palafrén, aunque el duque no quería consentirlo, y, finalmente, llegaron a un bosque que entre dos altísimas montañas estaba, donde, tomados los puestos, paranzas y veredas, y repartida la gente por diferentes puestos, se comenzó la caza con grande estruendo, grita y vocería, de manera que unos a otros no podían oírse, así por el ladrido de los perros como por el son de las bocinas.

En toda esa mañana no hizo nada. Almorzó y subió a dormir la siesta. Los peones volvieron a las dos a la carpición, no obstante la hora de fuego, pues los yuyos no dejaban el algodonal. Tras ellos fueron los perros, muy amigos del cultivo, desde que el invierno pasado habían aprendido a disputar a los halcones los gusanos blancos que levantaba el arado.

Lo que no me llenó en el primer momento fueron los ojos. Eran demasiado soñadores, de color azul demasiado pálido para esa criatura exuberante de vida. Parecían ahogarse en éxtasis; sin embargo, los párpados, medio bajos, dejaban escapar una mirada inquieta, recelosa, como la que tienen los perros malos a quienes se castiga con frecuencia.

¡Paz, Alvarez, paz! cállese el viejo congrio. Me ha parecido ver moverse alguna cosa sobre el puente. Y de nuevo, empuñando la inmensa bocina, gritó: ¡Ah de la tartana!... ¡ah!... enviad una embarcación, si no os echo a pique... Como perros malditos que sois añadió Alvarez.

La puerta tenía una trampilla en la parte baja, la cual parecía servir de mostrador, de resguardo contra los perros y los chicos, y hasta de balcón en caso de que por allí, cosa no imposible, pasasen procesiones cívicas o religiosas.

Resistía el sol como un peón, y el paseo era maravilloso contra su mal humor. Los perros le acompañaron, pero se detuvieron a la sombra del primer algarrobo; hacía demasiado calor. Desde allí, firmes en las patas, el ceño contraído y atento, lo veían alejarse. Al fin el temor a la soledad pudo más, y con agobiado trote siguieron tras él. Míster Jones obtuvo su tornillo y volvió.

Cuando estaba en Cambridge de estudiante, tenía en su casa un oso y varios perros de presa, y cada día contaban de él una historia escandalosa: aquél era sin embargo el niño sensible que a los doce años había celebrado en versos sentidos a una prima suya. Leía con afán todos los libros de literatura, y a los dieciocho años publicó para sus amigos su primer libro de versos: Horas de Ocio.

Ya no hay jazmineros ni raiceros, y es lástima; que a haberlos, les caería encima una contribución municipal que los partiera por el eje, en estos tiempos en que hasta los perros pagan su cuota por ejercer el derecho de ladrar.

Hubiera sido necesario que los perros tuviesen una nariz de primera para ir a buscarnos en aquel sitio. A poco de llegar nosotros, presentose un corzo arrastrándose sobre tres patas y dejando tras de un surco rojo sobre el musgo. Daba tanta tristeza el verlo, que oculté la cabeza bajo las hojas; pero oía al herido beber en la charca resollando y ardiendo en fiebre... Declinaba el día.

Si por ventura recae la conversación sobre la pasión de los gatos, de los perros, de los pájaros o de los cintajos amarillos, brota un grito unánime: Gustos de solterona... En fin, última y suprema ofensa, si se quiere calificar a alguna persona profundamente inútil a la sociedad, todos proclaman: Inútil como una solterona...