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He estado velando á un moribundo, respondió Ester, he estado junto al lecho de muerte del Gobernador Winthrop, he tomado las medidas para su traje, y ahora me dirijo á mi habitación. Sube aquí, Ester; ven tu con Perlita, dijo el Reverendo Sr. Dimmesdale. Ambas habéis estado aquí antes de ahora, pero yo no me hallaba á vuestro lado. Subid aquí una vez más, y los tres estaremos juntos.

Vámonos, madre, vámonos, ó te atrapará también. Pero no puede atrapar á Perlita.

Perlita, á quien agradó la resplandeciente armadura tanto como el brillante frontispicio de la casa, se entretuvo algún tiempo mirando la pulida superficie de la coraza que resplandecía como si fuera un espejo. ¡Madre! gritó, madre, te veo aquí. ¡Mira! ¡mira!

Mi Perlita, dijo la madre después de un momento de silencio, la letra verde y en tu seno infantil no tiene objeto. ¿Pero sabes , hija mía, lo que significa la letra que tu madre tiene que llevar? , madre, dijo la niña, es la A mayúscula. me lo has enseñado en la cartilla.

Las emociones de aquellos breves instantes, en que estuvo contemplando la figura contrahecha del viejo Rogerio, arrojaron una luz en el espíritu de Ester, revelando muchas cosas de que, de otro modo, ella misma no se habría dado cuenta. Una vez que el médico hubo desaparecido, llamó á su hijita. ¡Perla! ¡Perlita! ¿dónde estás?

Y luego, al través de la habitación que hacían tan horrible estas visiones espectrales, se deslizó Ester Prynne, llevando de la mano á Perlita, en su traje color de escarlata, y señalando con el índice, primeramente la letra que brillaba en su seno, y luego el pecho del joven eclesiástico. Ninguna de estas visiones le engañó jamás por completo.

Se había notado igualmente que si bien Ester jamás reclamó la más mínima participación en los bienes y beneficios del mundo, excepto respirar el aire común á todos y ganar el sustento para Perlita y para ella misma con la labor de sus manos, sin embargo, siempre se hallaba dispuesta á servir á sus semejantes, cuando la ocasión se presentaba.

Atáronle, pues, al suyo una hebra de seda encarnada, y el médico más anciano comenzó á tirar con tanto pulso y acierto, que á la mitad del empuje hizo el Rey un pucherito, y saltó el diente tan blanco, tan limpio y tan precioso como una perlita sin engaste. Recogiólo en un azafate de oro el gentilhombre Grande de guardia, y fué á presentarlo á S. M. la Reina.

¿Conoces ahora á tu madre, niña? le preguntó con acento de reproche, aunque en un tono moderado. ¿Quieres atravesar el arroyo, y venir á donde está tu madre, ahora que se ha puesto de nuevo su ignominia, ahora que está triste? , ahora quiero, respondió la niña atravesando el arroyuelo, y estrechando á su madre contra su pecho. Ahora eres realmente mi madre, y yo soy tu Perlita.

Poseía una gracia ingénita que no siempre acompaña á la belleza perfecta: su traje, á pesar de su sencillez, despertaba en el que la veía la idea de que era precisamente el que más le convenía. Pero la tierna Perlita no estaba vestida con silvestres hierbas.