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"Abrazóle el rey, preguntóle su nombre, y dijo que se llamaba Periandro. Quitóse en esto la bella Sinforosa una guirnalda de flores con que adornaba su hermosísima cabeza, y la puso sobre la del gallardo mancebo, y, con honesta gracia, le dijo al ponérsela: " Cuando mi padre sea tan venturoso de que volváis a verle, veréis cómo no vendréis a servirle sino a ser servido."

El susto, las acciones con que Rafala esto decía, se asentó en las almas de Auristela y de Constanza, de manera que fué creída, y no le respondieron otra cosa que fuese más que agradecimientos. Llamaron luego a Periandro y a Antonio, y, contándoles lo que pasaba, sin tomar ocasión aparente, se salieron de la casa con todo lo que tenían.

Rióse Periandro de la rústica astrología del mozo, y díjole: Buscar querría razones acomodadas ¡oh Bartolomé! para darte a entender el error en que estás y la verdadera postura del mundo, para lo cual era menester tomar muy de atrás sus principios; pero acomodándome con tu ingenio, habré de coartar el mío y decirte sola una cosa: y es que quiero que entiendas por verdad infalible que la tierra es centro del cielo; llamo centro un punto indivisible a quien todas las líneas de su circunferencia van a parar; tampoco me parece que has de entender esto; y así, dejando estos términos, quiero que te contentes con saber que toda la tierra tiene por alto el cielo, y en cualquier parte della donde los hombres estén han de estar cubiertos con el cielo; así que, como a nosotros el cielo que ves nos cubre, asimismo cubre a los antípodas que dicen, sin estorbo alguno, y como, naturalmente, lo ordenó la Naturaleza, mayordoma del verdadero Dios, criador del cielo y de la tierra.

No se descontentó el mozo de oír las razones de Periandro, que también dieron gusto a Auristela, a la condesa y a su hermano. Con estas y otras cosas iba enseñando y entreteniendo el camino Periandro. De allí a algunos días, llegó nuestro hermoso escuadrón a un lugar de moriscos, que estaba puesto como una legua de la marina, en el reino de Valencia.

Las vivas impresiones que Cervantes recibió en esta larga peregrinación, se revelan hasta en sus últimas obras. En el Persiles viajan los dos peregrinos Periandro y Aristela por Valencia, Cataluña y la Provenza hasta Italia, ruta, que, al parecer, siguió él mismo, animando estos cuadros con sus propias observaciones.

Hallaron en él, no mesón en que albergarse, sino todas las casas del lugar con agradable hospicio los convidaban; viendo lo cual, Antonio dijo: Yo no quién dice mal desta gente, que todos me parecen unos santos. Con palmas dijo Periandro recibieron al Señor en Jerusalén los mismos que de allí a pocos días le pusieron en una cruz.

Muchas veces, y quizá algunas no en vano, dispararon Antonio y Periandro las escopetas; muchas piedras arrojó Bartolomé, y todas a la parte donde había dejado el bagaje, y muchas flechas el jadraque; pero muchas más lágrimas echaron Auristela y Constanza, pidiendo a Dios, que presente tenían, que de tan manifiesto peligro los librase, y ansimismo que no ofendiese el fuego a su templo, el cual no ardió, no por milagro, sino porque las puertas eran de hierro, y porque fué poco el fuego que se les aplicó.

Santos cielos! dijo a esta sazón la hermosa Sulpicia, arrojándose del caballo al suelo . O yo no tengo vista en los ojos, o es éste mi libertador, Periandro." Y el decir esto y añudarme el cuello con sus brazos, fué todo uno, cuyas extrañas y amorosas muestras obligaron también a Cratilo a que del caballo se arrojase y con las mismas señales de alegría me recibiese.

Cuenta Periandro el suceso de su viaje. "El principio y preámbulo de mi historia, ya que queréis, señores, que os la cuente, quiero que sea éste: que nos contempléis a mi hermana y a , con una anciana ama suya, embarcados en una nave cuyo dueño, en el lugar de parecer mercader, era un gran corsario.