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Eran aquellos soldados pertenecientes á una de las compañías de milicia que por entonces se formaban en nuestra ciudad, y en ella iba un sargento, mozo bravucón y perdonavidas, de aquellos echados para adelante y de los que, por cuestiones de poca monta, tiraban del acero y no se paraban nunca en las consecuencias de sus acaloramientos.

El perdonavidas creyó oportuno el momento para una intervención aduladora. Aquí nadie amenaza, ¿sabe usté, pollo?... Donde esté el Chivo no hay quien le diga a su señorito. El joven saltó con arrogancia, fijando en la bestia siniestra una mirada de reto. Usted se calla dijo con imperio. Usted se guarda la lengua en... el bolsillo o donde le quepa.

Era el gallito del barrio, el perdonavidas de la partida, capitán de gorriones, bandolero mayor de aquellos reinos de la granujería, angelón respetado y temido por su fuerza casi varonil, por su descaro, por su destreza en artes guerreras y de juego. Así no hubo en el cotarro uno solo que no temblara al oírle gritar: «¡Estarvus quietos!.., ¡vus voy a reventar!...».

Nosotros, en cambio, estábamos sabiamente colocados por el Mayor General en otra altura parecida; pero sólo una quinta parte del regimiento ocupaba la parte culminante de la loma, mientras que todo lo demás se extendía en la vertiente posterior, permaneciendo oculto a la vista del enemigo; de modo que si nosotros les contábamos perfectamente a ellos, los franceses, engañados por la apariencia, se reirían de los cuarenta jinetes sin uniforme, enseñoreados del cerro con aire de perdonavidas.