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Veo aún las piedras de granito amontonadas en la orilla, el bosque de pinos reflejado sobre el agua rizada, los declives, las altas vertientes de los prados y, más lejos, las grandes explanadas donde empieza la curva oscilante de la cascada! ¡Os veo también, hermosos manantiales de los grandes ríos, que vais á perderos en el mar á cientos de kilómetros de vuestro origen! ¡Con sólo cerrar los ojos, mi pensamiento se transporta hacia un alegre torrente, al Vesubio, al Gordolarque, al susurrante Embalire, ó hacia cualquier otro sitio de la libre montaña!

Conmigo, que he sabido levantarme á vuestros ojos fuerte como un león. Conmigo, comadreja del alcázar, que puedo perderos. El duque no estaba en estado de regatear, ni aun podía defenderse; lo que le sucedía, le tenía aterrado; y lo que más le humillaba era verse obligado á ayudar los amores de su querida. Haré, haré lo que pueda dijo al fin.

por cierto: he reñido con un palafrenero del rey; he conocido á dos grandes señores; me he perdido en el alcázar... ¡Ah! ¡os habéis perdido... en el alcázar...! ¿y qué aventura os ha sucedido al perderos? ¡Perderme! exclamó el joven, y suspiró porque se acordó de la hermosura de la dama de la galería.

Trata de dominar tu espanto. ¡Por amor de Dios, no me engañéis, Marta! ¿Cuándo os he engañado? ¡Jamás!... ¡Jamás!... perdonadme esta duda. No lo que me pasa, tengo el corazón oprimido, apenas puedo respirar, tiemblo de pies a cabeza; una voz secreta me dice que voy a perderos para siempre. ¡Antes preferiría morir, Marta, a no volveros a ver más!

¿Qué decís, don Francisco? exclamó el joven. Digo que Dorotea era una aventurera que quería perderos. ¿Perderme y ha muerto por ? Vos no comprendéis á ese animal que se llama hombre, á quien aventaja en ferocidad ese otro animal que se llama mujer. ¿Hubiérais vos creído que hubiese persona que para vengarse de otro se diese la muerte? No... eso es inconcebible.

¿Y cómo le pondríais á prueba? Perdonad; pero al sólo pensamiento de perderos, pasan por horribles tentaciones. No... no moriréis... dijo Dorotea extendiendo hacia don Juan una mano y dejándosela besar. Dorotea sufrió sin alterarse, sin estremecerse, los apasionados besos de que don Juan cubrió su mano.

La mujer acomodada de una aldea, la rústica que paga jornales, la alcaldesa de monterilla, no se conmueve ni esparce nunca. Dentro de su casa es una afanada hormiga: en la calle, ó cuando recibe la visita de un forastero, no habla sino lo más preciso, no sonríe ni por casualidad, desea perderos de vista, demuestra una misantropía horrorosa.

No tarda en ponerse en movimiento un torno que hay en la pared, por medio del cual recibe el caballero luz y un cesto con manjares. Dentro del cesto viene también una carta, que dice lo siguiente: «Por los papeles que os he usurpado, , Don Gabriel Manrique, parte de vuestros amores. Quien temerosa de perderos os ha impedido el viaje, mal os lo consentirá celosa.

El gusto, si está olvidado, ¿Qué pregunta le he de hacer? Que el gusto de la mujer No quiere ser preguntado. Mas ¿qué importa, ojos, oídos, Boca, manos, gusto, haceros Testigos, si he de perderos Sólo porque sois queridos?

Hace ya algunas horas que somos uno en dos: marido y mujer; don Juan, estoy delante de vuestra madre, que siéndolo vuestra lo es mía; nadie nos oye más que nuestros corazones. Ya os lo puedo decir, os lo debo decir: cuando os vi por primera vez... cuando vuestra torpeza os hizo perderos hace tres noches en palacio... ¡Cómo! ¿no os conocíais hasta hace tres noches...? exclamó la duquesa.