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Sería cura; obedecería al siñó Pep pero antes deseaba ser hombre, ir con los muchachos de la parroquia a hacer música, bailar los domingos, mezclarse en los cortejos, tener novia, llevar un cuchillo en la faja. Esto último era lo que deseaba con mayores ansias. Si su padre le regalaba el cuchillo del abuelo, él pasaría por todo.

Aquellas gentes preferían verse solas. ¿Iba él a bailar con una atlota a sus años y con su aspecto malhumorado que infundía respeto y frialdad?... Tendría que permanecer con Pep y otros, aspirando el olor del tabaco de pota, hablando de la almendra y del miedo a que se helase, esforzándose por abatir su pensamiento al nivel del de estas gentes. Al fin se decidió a ir al pueblo.

Podía hacer Pep lo que gustase: él no había de volver jamás a aquel lugar olvidado de su juventud. Y como el payés pretendiese hablar de futuras remuneraciones, don Jaime le atajó con un gesto de gran señor. Luego miró a la muchacha. Muy guapa; parecía una señorita disfrazada; en la isla debían ir los atlots locos tras de ella.

Continuaron juntos la marcha hacia Can Mallorquí, y sin saber cómo, Febrer se vio delante, caminando al lado de Margalida, mientras la esposa de Pep marchaba tras ellos con el lento paso de su debilidad, buscando apoyo en su hijo. La madre estaba enferma: una enfermedad incierta que hacía levantar los hombros al médico en sus raras visitas y excitaba la imaginación de las curanderas de la isla.

Al verse Febrer en una pieza de Can Mallorquí, tendido en una cama alta tal vez la cama de Margalida , fue dándose cuenta de lo ocurrido poco antes. Había llegado por su pie a la alquería, apoyado en Pep y su hijo, sintiendo a sus espaldas unas manos de simpático tacto que parecían temblar.

«; burlarse de ellosPep lo afirmaba con tristeza. «¿Qué había sido lo de la noche de la tormenta? ¿Qué capricho había impulsado al señor a presentarse en pleno cortejo, sentándose al lado de Margalida como si fuese un pretendiente?...» ¡Ah, don Jaime! Los festeigs son cosa seria: por ellos se matan los hombres.

Púsose de pie, recogió la escopeta abandonada junto a él, y emprendió el camino de la torre. Iba preparando mentalmente el programa de su marcha. No pensaba decir una palabra a nadie. Aguardaría a que tocase en el puerto de Ibiza el vapor correo de Mallorca, y sólo en el último momento daría cuenta a Pep de su resolución.

Cuando su hermana viviese en la fragua, Pepet iría a verla, y contaba adquirir de la munificencia de su cuñado, en estas visitas, un cuchillo tan famoso como el del abuelo, si es que el señor Pep perseveraba injustamente en negarle esta herencia gloriosa. El recuerdo de su padre pareció obscurecer las esperanzas del muchacho.

Febrer no ocultó su asombro. ¿Qué tierras eran aquéllas?... ¿Pero le quedaba algo en Ibiza?... Pep sonrió. No eran tierras precisamente: era un peñón, un promontorio de rocas avanzado sobre el mar, pero que podía aprovecharse por la parte de tierra formando algunos bancales en su pendiente.

Esta certeza entusiasmó al Capellanet. Necesitaba ir armado para poder mezclarse con los hombres. Su casa iba a verse frecuentada por los atlots más valerosos de la isla. Margalida era ya moza e iba a comenzar el festeig. El siñó Pep había sido rogado por los atlots con objeto de que fijase día y hora para la visita de los cortejantes.