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Los hombres estaban en un campo lejano que cultivaba Pep. La madre, lloriqueante y con la palabra cortada por la emoción, sólo sabía coger las manos del señor. ¡Don Chaume! ¡Don Chaume!... Debía tener mucho cuidado, salir poco de la torre, estar en guardia contra los enemigos. Y Margalida, silenciosa, con los ojos desmesuradamente abiertos, contemplaba a Febrer, revelando admiración y zozobra.

Margalida y su madre miraron a la puerta con cierto miedo. «¿Quién podría ser? ¡A aquellas horas, en aquella noche, en la soledad de Can Mallorquí!...¿Le habría ocurrido algo al señor?...» Pep, despertado por estos golpes, se incorporó en su asiento. «¡Avant qui sigaInvitaba a entrar con una majestad de padre de familia al uso latino, señor absoluto de su casa. La puerta sólo estaba entornada.

Habló con acento firme, poniendo un intento de fascinación en la fijeza apasionada de sus ojos, aproximando su boca a ella, como para acariciarla con el susurro de sus palabras... ¿Y él? ¿qué pensaba Margalida de él?... ¿Y si se presentase un día a Pep diciendo que quería casarse con su hija?... ¡Usted! exclamó la muchacha . ¡Usted, don Jaime!

Un sombrero igual al que usaban todos los atlots en la parroquia de San José cubrió su cabeza. La hija de Pep, conocedora de las costumbres de la isla, admiraba con cierto agradecimiento el sombrero del señor.

¡Sangre!... El rojo escandaloso de la sangre por todas partes: en la chaqueta y la camisa, que cayeron como guiñapos al pie de la cama; en la blancura rígida de las gruesas sábanas; en el cubo de agua que se iba coloreando al mojar Pep un trapo para lavar el busto del herido. Cada prenda arrancada de su cuerpo esparcía en torno una menuda lluvia.

Y fue tal su emoción, tan violento su impulso por retirarse de él, que la faltó poco para caer. Tercera parte Dos días después, cuando Jaime, de vuelta de la pesca, esperaba la comida en su torre, vio presentarse a Pep, que depositó el cestillo sobre la mesa con cierta solemnidad. El rústico intentó excusarse por esta visita extraordinaria.

Jaime hizo un gesto de extrañeza, prestando mayor atención a las palabras de Pep. Este se expresó con cierta timidez, embarullándose en sus palabras. Los almendros eran la mejor riqueza de Can Mallorquí. El año anterior la cosecha había sido buena, y éste no se presentaba mal. Se vendía a buen precio a los patrones, que la embarcaban para Palma y Barcelona.

Hasta el mismo Pep, con gran indignación de Jaime, mostrábase orgulloso de los dos tiros disparados a los pies de su hija. Febrer era el único que no parecía entusiasmado por esta hazaña galante del verro. «¡Maldito presidiario!...» No sabía ciertamente el motivo de su furia, pero era algo inevitable... A este «tío» le pegaría él. Llegó el invierno.

Parecía no darse cuenta de que tras ella caminaba don Jaime, el señor, el reverenciado huésped de la torre. Pep, abstraído también, delataba el curso de sus pensamientos con palabras sueltas dirigidas a Febrer, como si necesitase hacer partícipe a alguien de sus ideas.

Las ancianas, cobrizas y arrugadas, vistiendo trajes obscuros, suspiraban lastimeramente al ver la alegría de la gente moza. Febrer, luego de contemplar un buen rato a toda esta concurrencia, que apenas fijó en él una mirada distraída, fue a colocarse junto a Pep en un corro de payeses viejos.