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Con todo esto no parecía de endeble salud, y era bien proporcionado de cuerpo, la barba negra y hermosa, el cabello rebelde a las artes del peluquero, flexible y libre, ondulante por aquí y por acullá, sin simetría ni compás, mas no sin cierta colocación propia que caracterizaba y embellecía la cabeza.

A pesar de los artificios de la modista y del peluquero, sigue ordinaria, tiesa y evidentemente salida de los almacenes de productos químicos de su señor padre. Y su espíritu está en armonía con su cuerpo. Tiene inteligencia, pero vulgar, y sus ideas, que ella quiere presentar como superiores, son todas prestadas y reflejas, no se apoyan en nada personal y sólo descansan en el vacío.

Advirtiendo el indiscreto estupor con que yo contemplaba la habilidad del maestro, verdadero arquitecto de las cabezas, Doña Flora se rió mucho, y me dijo que en vez de pensar en ir a la escuadra, debía quedarme con ella para ser su paje; añadió que debía aprender a peinarla, y que con el oficio de maestro peluquero podía ganarme la vida y ser un verdadero personaje.

Yo le conozco a usted hace mucho tiempo manifestó el peluquero con la misma voz apagada y sin dejar de sonreir. ¡Oh, , hace mucho tiempo! Usted no me conocerá... ¡Claro! los señoritos no acostumbran a fijarse en nosotros. Le tengo visto muchas veces por ahí a caballo y en coche... y también a pie. En los bailes de las Escuelas le veo a menudo. Baila usted muy bien, señorito, ¡muy bien!...

Mientras su mirada recorría las líneas impresas, su espíritu estaba ausente, preso en la vecina estancia, de la cual solamente le separaba una puerta; así, pues, escuchaba las frases con que Magdalena seguía expresando su indignación contra el peluquero y las reprensiones que dirigía a la costurera, y hasta oía cómo su impaciente piececito golpeaba el pavimento del tocador.

Sus piernas se extendían cruzadas debajo de la mesa, y sus manos enguantadas pendían de los brazos del sillón con la misma elegancia que las piernas. Fernando dijo en voz alta el artista que le iba a afeitar llamando a uno de sus compañeros. ¿Qué quieres, Cosme? Este nombre hizo estremecer sin saber por qué a Pablito. Abrió los ojos y dirigió una larga y ávida mirada al peluquero. No le conocía.

Y cuando alguna de sus muchas amigas necesitaba peinarse artísticamente para asistir a cualquier baile, Manuel Antonio se prestaba galantemente a arreglarle los cabellos, y lo hacía con la misma destreza y gusto que el mejor peluquero de Madrid. ¿Pues y cuando cualquiera de sus amigos se ponía enfermo? Entonces era de ver el interés, la constancia y la suma diligencia de nuestro viejo Narciso.

Después me hizo asistir a su tocador, ante cuya operación me quedé espantado, viendo el catafalco de rizos y moños que el peluquero armó en su cabeza.

No qué hechizo arcano tiene la literatura teatral, que así atrae y emborracha á los hombres; pero es lo cierto que ninguno de ellos, amén de vivir el severo drama de su propia vida, ha dejado de llevar consigo la ilusión de componer un drama, ó por lo menos una comedia de costumbres. Todos, médicos, abogados, oficiales de peluquero... conocieron la golosa tentación.

Unos avanzaban a toda prisa, fingiéndose preocupados con algún pensamiento de importancia. Otros desafiaban la curiosidad, ostentando arrogantemente las erosiones mal disimuladas por el peluquero con polvos de arroz. Los norteamericanos destapaban champán en el almuerzo y gritaban lo mismo que en la noche anterior, insensibles al cansancio y al trasiego de líquidos.