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Protesté de que primero que consentir que Gloria faltase a la obediencia y sumisión que a su madre debía, sería preferible para renunciar a su mano. Al llegar aquí manifesté que traía de ella encargo expreso de pedirle humildemente perdón. No venía en persona a pedirlo por el temor de no ser recibida. Pasé luego a la cuestión de intereses, y aparecí generoso, desprendido.

Se figura, barájoles, que porque soy clérigo no he de pedirle satisfacción... Se equivoca... yo lo mismo visto los hábitos del sacerdote, que empuño la espada del militar. Mañana hablaremosDurmiose, por último, en estas disposiciones belicosas, mientras Miguel sonreía entre sábanas, pensando que todo quedaría en agua de cerrajas. No fue así, sin embargo.

El portador desta dirá a V. Ex.^a el estado en q. estoy. Yo diré aquí q. Esperando de dia en dia la venida de V. Ex.^a y llegada a Fontanableo, tiene allá algunos dias vn despacho mio para V. Ex.^a el señor Gil de Mesa. El dará quenta de los señores q. han tomado a cargo fauorescerme con su Magestad o pedirle licencia q. Ellos me ayuden.

Adivinó más que descifró los caracteres que se evaporaban ante su vista débil. «Fermín: necesito ver a usted, quiero pedirle perdón y jurarle que soy digna de su cariñoso amparo; Dios ha querido iluminarme otra vez; la Virgen, estoy segura de ello, la Virgen quiere que yo le busque a usted, que le llame. Pensé en ir yo misma a su casa. Pero temo que sea indiscreción.

Que ella desearía hablarle, sólo para pedirle perdón, si lo ha ofendido, y para quitarle del corazón esa espina, pues no estará contenta mientras él tenga rencor. Ya Vd. comprenderá, capitán, mi alegría: ni preparado por hubiera salido mejor esto.

Si pudiera oírle hablar de usted a su bonita manera, si él pudiera pedirle lo que ahora le pido yo, sería usted incapaz de oponerse a ello.

No se atrevía el pobre ciego a pedirle que le devolviese la vista, pues esto no se lo había de conceder. Era castigo, y el Señor no se vuelve atrás cuando pega de firme.

Pero no estaban de acuerdo sobre si una inocente partida de Boston lastimaría el dolor general, y resolvieron enviar una diputación a la dueña de casa para pedirle su autorización. Había tanta vida y movimiento en casa de los Hellinger, que parecía que se celebrara allí una boda.

Señor le dije, vengo a pedirle un gran favor. Usted dirá. ¿Piensa usted asistir a la representación del Roberto... en su palco? Pareció turbarse, y me respondió con cierta vacilación: Desearía asistir, pero no podré hacerlo. ¿Ha dispuesto usted de él? No, señor. Si tuviera usted a bien cedérmelo, me sacaría de un gran apuro.

Lanzado ya al mundo de nuevo, con veinte años de edad, con aliento y brío y con caballo y armas, ¿dónde había de ir Plácido sino al castillo de D. Fruela a pedirle estrecha cuenta de todo? Sin detenerse sino para tomar el indispensable descanso, llegó Plácido a la morada donde había pasado la niñez.