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Si se va a fusilar a todos los españoles que no son sabios ni pedagogos, entonces ya puede el Gobierno solicitar un crédito extraordinario para comprar fusiles. Yo no conozco más que un pedagogo, D. Lorenzo Luzuriaga, y francamente, no creo que este querido amigo se divierta mucho cuando llegue a quedarse solo consigo mismo en una España despoblada por los fusilamientos. No.

Cierto día, aburrido de pasar el tiempo entre cuatro paredes, tomé el sombrero y me fuí de tertulia a la casa de don Procopio. Allí estaban los pedagogos y el P. Solís. No bien me vieron mis críticos se pusieron a sonreir como si de se burlaran, como si recordaran que me habían puesto de oro y azul en sus periódicos.

La tertulia languidecía; los pedagogos estaban displicentes y mal humorados; el doctor disertaba de farmacología indígena, y el P. Solís leía con avidez cierto periódico conservador, el primero que saltó a la palestra después de la catástrofe imperial. Viendo que los tertulios no reían ni disputaban, me decidí a pasar la velada en la casa del dómine.

Efectivamente, en Villaverde todos decían y escribían «villaverdino», hasta que, en mala hora, se le ocurrió a un periodista dudar de la acertada formación de la palabreja. Se alborotó el cotarro: salió a contender el «pomposísimo»; saltó a la palestra Castro Pérez; charlaron los pedagogos a su sabor; la cosa llegó al Cabildo, y los ediles tuvieron asunto para varias sesiones.

Allí estaban los pedagogos y Ricardo Tejeda. Me fué entrar. Todos se adelantaron a saludarme, menos mi amigo, el cual fingió que estaba muy engolfado en la lectura de «El Montañés». Mancebos y maestros de escuela me veían, de pies a cabeza, se miraban unos a otros, y sonrían maliciosamente. No dejaron de dirigirme algunas bromas. Ya es usted charro... me decía uno de los mancebos.

Por eso te decía yo que Gabrielita.... , tía, ; tiene usted razón; pero, créame usted: si algún día pienso en casarme, no consultaré más que a mi corazón. Charlé media hora en la botica de Meconio. Allí estaban los pedagogos, el P. Solís y don Crisanto. Adentro, como de costumbre, se tributaba culto a Birján.

Existe una tribu de pieles rojas en la que las madres intentan hacer hijos para consejeros y para la guerra haciéndoles inclinar la cabeza hacia adelante ó hacia atrás por medio de sólidos instrumentos de madera y vendajes apropiados; lo mismo que esta tribu existen pedagogos que se consagran á la obra funesta de fabricar cabezas de funcionario y otros cargos, lo cual consiguen, desgraciadamente, con harta frecuencia.