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Oir esto y caerme de espaldas, todo fué una misma cosa. El bandido se echó á reir. El Conde del Montijo no pudo contener la risa... Luego preguntó: Y ¿qué respondió Parrón á todo eso? ¿Qué hizo? Lo mismo que su merced; reirse á todo trapo. ¿Y ? Yo, señorico, me reía también; pero me corrían por las patillas lagrimones como naranjas. Continúa.

En cuanto a Marta Körner, estaba demasiado ocupada para pensar en el tiempo. ¡Íbale tanto en perseguir las fieras, es decir, en la caza mayor a que se había entregado en cuerpo y alma, que ya ni veía ni oía lo que estaba delante; para ella no había en el mundo más que su D. Juan Nepomuceno, con sus grandes patillas!

Buena bola os daría yo. Ahí viene Casa-Muñoz. ¿Pero qué veo? ¿Es él? Ya no se tiñe. Ha comprendido que es absurdo llevar el pelo blanco y las patillas negras. No me mira, no quiere que le salude.

Gastaba la barba cerrada, pero en aquel momento la estaba modificando, dejándose unas patillas de picador muy cucas.

Jaime, en medio de la vaguedad de sus recuerdos infantiles, contemplaba con saliente relieve la figura de su abuelo. Jamás había encontrado una sonrisa en aquel rostro de patillas blancas, que contrastaban con sus ojos negros e imperiosos. Los de la casa tenían prohibido subir a sus habitaciones. Nadie le había visto más que en traje de calle, con una pulcritud minuciosa.

Antes de salir se volvió hacia Enrique, que aún continuaba sentado, y le dijo severamente: ¿Por qué te has dejado esas ridículas patillas de torero? Me estorbaba la barba contestó el alférez humildemente, un poco ruborizado.

D. Juan Nepomuceno le aterraba con sus grandes patillas cenicientas, sus ojos fríos de color de chocolate claro y su doble papada afeitada con esmero cancilleresco; le aterraba sobre todo con sus cuentas embrolladas, que él miraba como la esencia de la sabiduría.

Entregada estaba a estas reflexiones, alisando con su blanca mano las grandes orejas de Toby, cuando la puerta dio paso a la bella presencia y a las patillas azulejas del señor de Monthélin.

En el asiento de enfrente, un rufián con sombrero de copa un poco ladeado y largas patillas postizas, parecía parodiar a cierto prócer famoso que en aquel tiempo hacía gran papel en las filas alfonsinas .

Otras veces, sus ojos se encontraron con los del médico, y en una ocasión hasta creyó ver las patillas canosas y los ojos color de aceite de su amigo Pablo Valls. «¡Ilusión! ¡Locura!», pensaba al sumirse de nuevo en su inconsciencia.