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El italiano Enrico Pirovani había llegado á la Argentina como obrero diez años antes, y era tenido ya por uno de los hombres más ricos del territorio patagónico que se extiende desde Bahía Blanca á la frontera andina de Chile. Todos los Bancos respetaban su firma.

Le hizo contar Elena cómo era su vida en el desierto patagónico, inmensa llanura barrida en invierno por huracanes fríos que levantan columnas de polvo, y sin más habitantes naturales que las bandas de avestruces y el puma vagabundo, que, cuando siente hambre, osa atacar al hombre solitario.

Además, Elena le hizo asistir á algunos tés en su casa, presentándolo á sus amigas. Mostraba un placer infantil en contrariar los gustos del «oso patagónico», como ella apodaba á Robledo, á pesar de las protestas de éste, que nunca había visto osos en la Argentina austral. Como él abominaba de tales reuniones, Elena se valía de diversas astucias para que asistiese á ellas.

Yo la ofreceré un parque... un parque que haré surgir en pleno desierto patagónico. ¿Qué le parece mi idea, amigo Moreno? El oficinista le escuchaba con interés y asombro, pero no supo qué contestar. Necesitaba más explicaciones, y el otro siguió hablando.

Entre los escasos habitantes acampados al pie de la Cordillera, se heredaba la convicción de que existen aún en ciertos lugares del desierto patagónico bestias enormes y de formas nunca vistas, últimos vestigios de la fauna que surgió al principiar la vida en el planeta.

Aquí reinaba el verano, un verano patagónico, violento y ardoroso, sobre una tierra que rara vez conoce las lluvias y en la cual todas las estaciones son extremadas, descendiendo el termómetro durante el invierno muchas unidades por debajo de cero. La tierra yerma parecía temblar bajo el sol.