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A una exaltación sentimental sucedía un marasmo del espíritu que causaba atonía moral; la horrorizaba pensar que en tales días eran indiferentes para ella virtud y crimen, pena y gloria, bien y mal. «Dios, como decía ella, se le hacía migajas en el cerebro y entonces sentía un abandono ambiente y una flaqueza de la voluntad que la atormentaban y producían pánico; el extremo de la tortura era el desprecio de la lógica, la duda de las leyes del pensamiento y de la palabra, y por último el desvanecimiento de la conciencia de su unidad; creía la Regenta que sus facultades morales se separaban, que dentro de ella ya no había nadie que fuese ella, Ana, principal y genuinamente... y tras esto el vértigo, el terror, que traía la reacción con gritos y pasmos periféricos».

La Regenta sacó del seno un crucifijo y sobre el marfil caliente y amarillo puso los labios, mientras los ojos rebosando lágrimas, buscaban el cielo azul entre las nubes pardas. Ana leyó en su lecho, a escondidas de don Víctor, los cuarenta capítulos de la Vida de Santa Teresa escrita por ella misma. Fue en aquella convalecencia larga, llena de sobresaltos, de pasmos y crisis nerviosas.

Uno de ellos era Manacica de nación, bautizado pocos meses antes y me servía de intérprete; tenía atravesado el brazo con una flecha, y por eso, heridos los nervios, le causaban desmayos y pasmos mortales; al otro, herido en el vientre, se le habían salido en gran parte las entrañas.