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Y al tener de repente la visión clara de su desgracia, al pensar en el pobre Pascualet, que á tales horas estaba aplastado por una masa de tierra húmeda y hedionda, rozando su blanca envoltura con la corrupción de otros cuerpos, acechado por el gusano inmundo, él, tan hermoso, con aquella piel fina por la que resbalaba su callosa mano, con sus pelos rubios que tantas veces había acariciado, sintió como una oleada de plomo que subía y subía desde el estómago á su garganta.

¡Adiós, Pascualet!... ¡adiós! gritaban los pequeños sorbiéndose las lágrimas. ¡Auuu! ¡auuu! aullaba el perro, tendiendo el hocico con un quejido interminable que crispaba los nervios y parecía agitar la vega bajo un escalofrío fúnebre.

Sobre sus brazos, como una paloma blanca yerta de frío, trasladó al pobre Pascualet á la caja, á aquel altar levantado en medio de la barraca, ante el cual iba á pasar toda la huerta atraída por la curiosidad. Aún no estaba todo; faltaba lo mejor: la guirnalda, un bonete de flores blancas con colgantes que pendían sobre las orejas; un adorno de salvaje, igual á los de los indios de teatro.

Esta calumnia, inventada por los enemigos de su padre, era lo que más enfurecía á los muchachos. Los dos mayores, abandonando á Pascualet, que se refugiaba lloriqueante detrás de un árbol, agarraban piedras y entablábase una batalla en medio del camino.

Y con el valor del que está en su casa, amenazaban y despedían á unos, dejaban entrar á otros, concediéndoles su protección según les habían tratado en las sangrientas y accidentadas peregrinaciones por el camino de la escuela.... ¡Pillos! Hasta los había que se empeñaban en entrar después de haber sido de la riña en la que el pobre Pascualet cayó en la acequia, pillando su enfermedad mortal.

¡Pobre Pascualet!... ¡Infeliz Obispillo! Con su guirnalda extravagante y su cara pintada estaba hecho un mamarracho. Más ternura dolorosa inspiraba su cabecita pálida, con el verdor de la muerte, caída en la almohada de su madre, sin más adornos que sus cabellos rubios.

Pero el más pequeño, Pascualet, un chiquillo regordete y panzudo, que sólo tenía cinco años, y á quien adoraba la madre por su dulzura y su mansedumbre, prometiéndose hacerlo capellán, lloraba apenas veía á sus hermanos enzarzados en terrible pelea con los otros condiscípulos.

Había algo mejor y esto lo pensaba Batiste sonriendo : él no debía partir el producto satisfaciendo arrendamiento alguno, pues tenía franquicia por dos años. Bien había pagado esta ventaja con largos meses de alarma y de coraje y con la muerte del pobre Pascualet. La prosperidad de la familia parecía reflejarse en la barraca, limpia y brillante como nunca.

Era la vega entera abrazando el cuerpo de aquel niño que tantas veces había visto saltar por sus senderos como un pájaro, extendiendo sobre su frío cuerpo una oleada de perfumes y colores. Los dos hermanos pequeños contemplaban á Pascualet asombrados, con devoción, como un ser superior que iba á levantar el vuelo de un momento á otro.

¡Por Dios, que cuidasen de Pascualet ante todo!... Y el hermano mayor, indignado por los relatos de los pequeños, prometía una paliza á toda la garrapata enemiga cuando la encontrase en las sendas. Todas las tardes, apenas don Joaquín perdía de vista el grupo, empezaban las hostilidades.