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Entre el murmullo se oía: «Señá Nazaria, péseme, bien, que soy parroquiana.... Señá Nazaria, córteme pierna de abajo.... Señá Nazaria, tenga conciencia y vea que eso es cordilla para los gatos.... Señá Nazaria, el solomillo limpio y mondo o no cobrado.... Señá Nazaria, tenga conciencia en las chuletas».

Era tan conocida doña Barbarita en aquella zona, que las placeras se la disputaban y armaban entre grandes ciscos por la preferencia de una tan ilustre parroquiana. Lo mismo en los mercados que en las tiendas tenía un auxiliar inestimable, un ojeador que tomaba aquellas cosas cual si en ello le fuera la salvación del alma. Este era Plácido Estupiñá.

Como tenía conocimiento en las plazuelas, por haber sido en tiempos mejores excelente parroquiana, no le era difícil adquirir comestibles a precio ínfimo, y gratuitamente huesos para el caldo, trozos de lombardas o repollos averiados, y otras menudencias.

Tratábase del Padre Alesón, un fraile dominico de las dimensiones de un paquidermo antediluviano, a quien sus hermanos en religión y la grey parroquiana de la Orden llamaban la torre de Babel, por la estatura y porque sabía veinte idiomas: unos vivos, otros muertos y otros putrefactos. Acompañábale otro Padre innominado, de volumen normal entre religiosos, aunque excesivo para laicos.

Evitaba entenderse con los dependientes, sin duda por molestarla sus exagerados cumplimientos, ese afán de decir a toda parroquiana, con voz automática, que es muy bonita, para despachar mejor la mercancía; y apenas entraba en la tienda, buscaba con los ojos a Juanito, muchacho juicioso, tan tímido como ella y que no se permitía el menor atrevimiento. Los dos se entendían perfectamente.

Al salir ella, dejólo caer y trató de seguirla; pero a la puerta estaba un carruaje esperándola. El lacayo, sombrero en mano, le abrió la portezuela, y los caballos arrancaron al instante con velocidad. ¿Qué es eso, D. Raimundo? le dijo el dependiente, viéndole entrar de nuevo en la tienda . ¿Le ha hecho a usted impresión mi parroquiana?

¿Dónde? En su casa. Es largo de contar... dejémoslo para otra noche. Era sin duda cosa delicada para dicha delante de testigos, y estos eran: Olmedo con Feliciana, el pianista ciego, que en los descansos solía agregarse a aquella plácida tertulia, y una señora jamona, fiel parroquiana del café de nueve a doce.

La modista sonreía maliciosamente, como diciendo: «Esta ya cayó. Parroquiana tenemos. ¿Quién será el paganoOtras dos mañanas pasó Cristeta comprando de tienda en tienda guantes, velitos, menudencias de adorno y pequeñas galas de esas que son complemento de todo traje femenino.

Vaya, quedaos con Dios decía doña Barbarita, levantándose de la silla a punto que aparecía el principal por la puerta de la trastienda, y saludaba con mil afectos a su parroquiana, quitándose la gorra de seda. Vamos pasando hijo... ¡Ay, que ladronicio el de esta casa!... No vuelvo a entrar más aquí... Abur, abur. Hasta mañana, señora.

Ella agradecía el ofrecimiento del señor Peña, pero no podía aceptar. Era el hombre honrado y modesto que deseaba; si no fuese más que un dependiente de comercio, tal vez aceptase... ¿pero es que ella ignoraba quién era su familia? Estaba enterada por una parroquiana amiga de su mamá y de sus hermanitas.