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La llanura desnuda y severa no tenía ya ni una pizca de rastrojo seco que recordara el verano ni el otoño y no mostraba ni una sola hierba nueva que hiciera esperar la vuelta de las estaciones fértiles. En la lejanía distinguíanse muchas parejas de bueyes de pelo bermejo, arrastrando los arados, hundidos en la tierra negruzca, con movimiento lentamente uniforme.

Medio por curiosidad, medio por broma, pero todos de buen humor, siguieron los mineros a entrambos lados del carro; unos delante, otros detrás del sencillo ataúd; pero sea por la estrechez del camino o por algún sentimiento momentáneo e instintivo de piedad, a medida que adelantaba el carro, el acompañamiento se retrasaba en parejas, guardando el paso y tomando el aspecto de una solemne procesión.

En efecto, el indiano se había levantado en silencio de la silla y, sorteando las parejas de baile, fue solapadamente a sentarse al lado de Fernanda.

Cuando, después de las siete, terminó el concierto, las terrazas se despoblaron. Unicamente siguieron en los bancos algunas parejas, que retardaban el instante de la separación conversando quedamente en el silencio azul del crepúsculo. El príncipe pudo marchar de un extremo á otro del paseo más bajo, sin tener que sufrir el contacto de la muchedumbre.

Era posible hablar de eso, por fin! Eso creo repuse. Más que nadie, no ... Pero si; en el momento a que se refiere, más que nadie, con seguridad. Me detuve de nuevo; mi voz comenzaba a bajar demasiado de tono. ¡Ah, ! se sonrió María Elvira. Apartó los ojos, seria ya, alzándolos a las parejas que pasaban a nuestro lado.

Lucía, como una flor que el sol encorva sobre su tallo débil cuando esplende en todo su fuego el mediodía; que como toda naturaleza subyugadora necesitaba ser subyugada; que de un modo confuso e impaciente, y sin aquel orden y humildad que revelan la fuerza verdadera, amaba lo extraordinario y poderoso, y gustaba de los caballos desalados, de los ascensos por la montaña, de las noches de tempestad y de los troncos abatidos; Lucía, que, niña aun, cuando parecía que la sobremesa de personas mayores en los gratos almuerzos de domingo debía fatigarle, olvidaba los juegos de su edad, y el coger las flores del jardín, y el ver andar en parejas por el agua clara de la fuente los pececillos de plata y de oro, y el peinar las plumas blandas de su último sombrero, por escuchar, hundida en su silla, con los ojos brillantes y abiertos, aquellas aladas palabras, grandes como águilas, que Juan reprimía siempre delante de gente extraña o común, pero dejaba salir a caudales de sus labios, como lanzas adornadas de cintas y de flores, apenas se sentía, cual pájaro perseguido en su nido caliente, entre almas buenas que le escuchaban con amor; Lucía, en quien un deseo se clavaba como en los peces se clavan los anzuelos, y de tener que renunciar a algún deseo, quedaba rota y sangrando, como cuando el anzuelo se le retira queda la carne del pez; Lucía que, con su encarnizado pensamiento, había poblado el cielo que miraba, y los florales cuyas hojas gustaba de quebrar, y las paredes de la casa en que lo escribía con lápices de colores, y el pavimento a que con los brazos caídos sobre los de su mecedora solía quedarse mirando largamente; de aquel nombre adorado de Juan Jerez, que en todas partes por donde miraba le resplandecía, porque ella lo fijaba en todas partes con su voluntad y su mirada como los obreros de la fábrica de Eibar, en España, embuten los hilos de plata y de oro sobre la lámina negra del hierro esmerilado; Lucía, que cuando veía entrar a Juan, sentía resonar en su pecho unas como arpas que tuviesen alas, y abrirse en el aire, grandes como soles, unas rosas azules, ribeteadas de negro, y cada vez que lo veía salir, le tendía con desdén la mano fría, colérica de que se fuese, y no podía hablarle, porque se le llenaban de lágrimas los ojos; Lucía, en quien las flores de la edad escondían la lava candente que como las vetas de metales preciosos en las minas le culebreaban en el pecho; Lucía, que padecía de amarle, y le amaba irrevocablemente, y era bella a los ojos de Juan Jerez, puesto que era pura, sintió una noche, una noche de su santo, en que antes de salir para el teatro se abandonaba a sus pensamientos con una mano puesta sobre el mármol del espejo, que Juan Jerez, lisonjeado por aquella magnífica tristeza, daba un beso, largo y blando, en su otra mano.

Al fin dejó de sonar el piano repentinamente. Las parejas, en virtud del impulso adquirido, dieron otros tres o cuatro saltos sin música, lo cual hizo sonreír a Marta. Antes de sentarse, las muchachas pasearon unos momentos por el salón de bracero con sus galanes, anudando alguna rota e interesante plática. El pianista recibía las gracias efusivas del pollastre del pelo por la frente.

Invitada a un baile aristocrático, entró en el salón y se sentó. Lanzáronse todas las parejas a bailar y ella se quedó sola. Su situación no podía ser más violenta y desairada. Levantarse e irse, atravesando el salón, le pareció un acto intempestivo; quedarse allí, sola y abandonada en medio del baile, no era menos desagradable y molesto.

En esto finalmente me resuelvo, que excluyamos á D. Fadrique por D. Fernando; tengamos presente al príncipe por quien aventuramos la vida, y sea testigo, pues ha de ser juez, de los servicios que le hiciéramos y cuide de nosotros como de mismo, pues nuestra conservacion y vida corren parejas con la suya.

La razón por la cual Godfrey y Nancy habían salido del baile no era tan tierna como Ben se lo imaginaba. A causa de la aglomeración de las parejas, le había ocurrido un ligero accidente al vestido de Nancy. La falda, que era bastante corta de adelante para dejar ver el tobillo, era bastante larga por detrás como para caer bajo el peso majestuoso del pie del squire.