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Doña Guiomar estaba toda encendida e indignada, y le miraba fosca: como que aún la parecía sentir el apretón de unos brazos que la ceñían, y ver dos ojos que, como los de un lobo hambriento, la miraban.

Recuerdo que al escribir esto, que me dictaba mi tía, le hice varias preguntas acerca de la vida y de las costumbres de los piratas, y, a pesar de que ella trataba de exagerar la odiosidad de los caballeros de la fortuna, a me parecía que aquello de ser pirata y de abordar a los barcos y quitarles sus tesoros y guardarlos en una isla desierta debía tener grandes encantos.

Ya ha visto usted con qué salero bracea. ¿Y tirar de un carro?... Ni un elefante tiene su empuje. Ahí en el cuello verá usted las señales. Batiste no parecía descontento del examen, pero hizo esfuerzos por mostrarse disgustado, valiéndose de mohines y toses.

Que nos vayamos á una hostería. ¿Y Dorotea, que estará con cuidado? Se la avisará. Pues á la hostería. ¿Y á dónde que no nos molesten? dijo Juan Montiño. A la Cava Baja de San Miguel. Allí hay truchas y perdices frescas. Pues á la Cava Baja. Los tres jóvenes se pusieron en marcha. El aporreado parecía haber olvidado su aporreo, y charlaba como los otros dos.

Se le traía a cuento a cada instante, y nadie, incluso el gigantón de la Castañalera, tocaba su sillón, que les parecía sagrado ya.

Aquella fe que en otro tiempo provocaba sus burlas le parecía ahora algo superior. ¡No poder conocer la resignación de las almas humildes!... Persistía en ella la incredulidad de sus tiempos dichosos. Los que gozan las dulzuras de la existencia no se acuerdan de la muerte ni piensan en lo que pueda haber después de ella.

Parecía decirle la madera de fino barniz blanco: No temas; no hablará nadie una palabra.

De los míseros hombres no quedaba, al final de la comida, más que una horrible mezcla, no ya de carnes y huesos machacados, sino de monstruos de toda especie. Los hombres no valen ni la soga para ahorcarles, decía en el idioma armonioso y elegante que le era peculiar. El cura que estaba en la desoladora convicción de no ser una mujer, bajaba la cabeza y parecía lleno de contrición.

Tengo un recuerdo confuso de una noche en que bebí demasiado, en que me escité demasiado, en que ardía mi cabeza, en que me parecía sentir dentro de ella un vacío doloroso. Recuerdo que entonces tenía yo veinte y cuatro años; que era desgraciado, porque la vida era para monótona, porque me había hastiado de todo.

Volviose estremecida doña Guiomar, y vio que de rodillas estaba junto a ella, no una imagen vana, ni una sombra, sino un hombre, con atavío de soldado, que anhelante la miraba, y que parecía que quería hablar y no podía, aunque harto claro decía lo que sentía el temblor que todo su cuerpo agitaba.