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Uno de los señores de los extremos le toma la papeleta, mas antes de leerla le examina escrupulosamente de pies a cabeza cual si tratase de sonsacarle, mediante su aspecto, qué intención perversa le había movido al venir hasta allí en demanda de un libro.

Te voy a hacer un armario para la ropa, tan bueno y tan famoso, que la gente pedirá papeleta para verlo, como la Historia Natural, y Caballerizas.

¿Me hace V. el favor de una papeleta? repite el sabio un poco más alto. El portero le mira de nuevo con más frialdad si cabe, se levanta lentamente, moja el dedo para sacar una papeleta del montón y dice: Pues yo te aseguro que no pago primadas; a última hora ha de andar más bajo el papel... ¿Quiere V. darme una papeleta? dice el sabio con impaciencia.

El domingo, los encargados de la bodega recogían a cada obrero la papeleta en la misma puerta de la iglesia, y al recontarlas sabían, por los nombres, quiénes eran los que habían faltado.

De allí, sin detenerse siguió a Madrid. Don Modesto había copiado con letras tamañas como nueces, las señas de la casa en que vivía Stein y que este había enviado cuando llegaron a Madrid con el duque. Con esta papeleta en la mano, salió Momo para la corte, entonando unas nuevas letanías de imprecaciones contra la Gaviota.

Eran tan patentes los síntomas del mal, que al verlos en otra cualquiera le hubiese extendido la papeleta mortuoria; y con todo eso, Pilar, animada y llena de planes, se creía sujeta únicamente a un resfriado tenaz que había de curarse poco a poco.

La papeleta vuelve a pasar por las manos de los señores de los extremos; pero esta vez, sin que el sabio adivine la razón, se miran consternados los unos a los otros. Por último uno de ellos le dice en tono humilde: Caballero, el libro que V. pide está en uno de los últimos estantes y es un poco expuesto subir a buscarle... ¡Si a V. le fuese indiferente pedir otro!...

¿Tiene V. prisa, verdad, caballero? responde el dependiente con cierta sonrisilla irrespetuosa. El sabio escribe en silencio sobre la papeleta el nombre de una obra famosa, aunque reciente, y entra en el salón principal de la biblioteca. En cada extremo de él hay un grupo de señores convenientemente separados de los que leen arrimados a las mesas.

Aquello no era hijo: era un diosecito que engendramos á medias el Padre Eterno y yo.... ¿No creen ustedes que debo hacerle un entierro magnífico? Ea, ya es de día. Que me traigan muestras de carros fúnebres... y vengan papeleta negras para convidar á todos los profesores

Aquel hombre me vistió con el traje de Juana, me puso su sombrero en la cabeza y un espeso velo por la cara; y tomando el saco de cuero que contenía los papeles de la víctima, me hizo salir de mi casa. No tomó, de todo lo que me pertenecía, más que la papeleta del Monte de Piedad que me habías enviado aquella misma mañana. Yo ignoraba entonces el uso que quería hacer de ella.