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El rojizo humo envolvía al corro; y arriba, en el espacio azul, puro, ideal, deshonrado por un crimen, veíase caer al palomo inerte, apelotonado, atravesado por veinte tiros, como un miserable puñado de plumas.

Eran estos tres seres Tomás el criado antiguo, y ya su escudero y acompañante, cuando ella salía a caballo; el tío Blas, aperador de la señorita, con quien se entendía para cuidar sus bienes, que ella misma administraba y que iban mejorando hasta el punto de que le producían cerca de 20.000 rs. en algunos años de buena cosecha; y el galgo Palomo, blanco, gigantesco en su clase, y de terrible genio para quien se le antojaba a él que molestaba u ofendía a su ama, con la cual era todo blandura, docilidad y mansedumbre.

Llegó a la catedral. Entró en el coro. El Palomo barría. Don Fermín le habló con caricias en la voz. Le debía muchos desagravios. ¡Cuántos sofiones inútiles había sufrido el pobre perrero! Ahora le halagaba, alababa su celo, su amor a la catedral; el Palomo, pasmado y agradecido, se deshacía en cumplidos y buenas palabras.

Sobre el rumor del gentío, que encerrado y oprimido en tan estrecho espacio tenía bramidos de amor tempestuoso, destacábase el agudo chillido de la aterrada gallina, el arrullo del palomo, el trompeteo insolente del gallo, matón de roja montera, agresivo y jactancioso, y el monótono y discordante quejido del triste pato, que, vulgar hasta en su muerte, sólo conseguía atraerse la atención de los compradores pobres.

El acabar de comer con este postre se menciona con frecuencia en nuestros libros del buen tiempo: Don Antonio Hurtado de Mendoza, en el Entremés del Examinador micer Palomo: «VALIENTE. Yo he tenido quinientos desafíos; he hecho sobre el duelo dos comentos; seiscientos antuviones he pegado y he reñido cien veces en ayunas. MR. PALOMO. ¿Qué fuera al fenecer las aceitunas...?»

Un enorme y lanudo perro blanco, llamado Palomo, de la hermosa casta del perro pastor de Extremadura, dormía tendido cuan largo era, ocupando un gran espacio con sus membrudas patas y bien poblada cola, mientras que Morrongo, corpulento gato amarillo, privado desde su juventud de orejas y de rabo, dormía en el suelo, sobre un pedazo de la enagua de la tía María.

Una tarde salía la tía María más desazonada que nunca, de en casa del pobre pescador. Dolores dijo a su nuera , el tío Pedro se nos va. Esta mañana enrollaba las sábanas de su cama, y eso es que está liando el hato para el viaje de que no se vuelve. Palomo, que fue conmigo, se puso a aullar. ¡Y esa gente no viene!, estoy que no se me calienta la camisa en el cuerpo.

Encontró en el trascoro a don Custodio y no le contestó al saludo; entró en la sacristía y amenazó al Palomo con la cesantía, porque el gato había vuelto a ensuciar los cajones de la ropa. Pasó después al palacio y el Obispo sufrió una fuerte reprensión de las que en tono casi irrespetuoso, avinagrado, espinoso, solía enderezarle su Provisor.

Su palabra elocuente, un tanto enfática y voluptuosa, se apretaba, al salir, entre los dientes y los labios, al mismo tiempo que llevaba ambas manos al vientre y se contoneaba delante de las señoras como un palomo que corteja a la paloma dando vueltas en el borde del mechinal.

¿Te han dado suelta hoy?... ¿Hasta qué hora tienes permiso?... Dicen que ya no echas roncas como antes, que estás convertido en un palomo buchón... Pero el majo no se dió por ofendido; procuró echarlo á risa, le dijo algunas galanterías y se despidió al cabo de ella, diciendo para con alegría: ¡Lástima de niña! ¡Qué salada es! Si yo tuviese dos corazones, le daría uno.