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Recuerdo cómo fuí varias veces al palco de Dolorcitas en el teatro. Dolores parecía una princesa; yo llevaba mi frac azul entallado, de botones dorados, pantalón collant de color gris, polainas y corbata negra, de varias vueltas. La gente me señalaba disimuladamente con el dedo.

Cuando bajó del palco un poco aturdido y se sentó de nuevo al lado de Aurelia, le dijo ésta: ¡Qué hermosa es esa señora!... Pero yo sigo creyendo que no se parece a mamá. Raimundo, que no se acordaba en aquel momento de tal parecido, sintió un leve estremecimiento y balbució: Pues yo le encuentro un cierto aire.... Ahora ya no era más que aire. El joven comenzaba a sentir remordimientos.

Ella estaría allí en un palco, rodeada de luz, con su tía y sus amigas, tal vez bajo las hambrientas miradas de codicia varonil fijas en las tersas blancuras de su escote. ¡Y él, lejos!, ¡cada vez más lejos!... Al bajar del automóvil encontró desiertos los alrededores de la estación.

¿Guillermo? ¡Oh, si fuera ayer! ¿Y allá? Allá es el teatro de la Cruz. Cualquier cosa. A me toca el turno aquí. ¿Sabe usted lo que es tocar el turno? , respondo a mi compañero de paseo; a también me suele tocar el turno. Pues bien, subo al palco un rato. Acabado el teatro, si no es noche de sociedad, al café otra vez a disputar un poco de tiempo al sueño. Luego a ninguna parte.

Ignoro si en Sarrió han subido ya a la hora presente este peldaño de la civilización. Ni se crea que faltaban por eso algunos espíritus lúcidos que se adelantaban a su época y presentían lo que había de ser el teatro andando el tiempo. Pablito Belinchón era uno de ellos. Tenía abonado siempre, en compañía de otros tres o cuatro amigos, el palco de proscenio.

Dos jóvenes, Rogerio de Puymartin y Luis de Martillet, se hallaban sentados en primera fila en un palco bajo. Las señoritas del cuerpo de baile no estaban aún en la escena, y estos señores desocupados se entretenían en mirar la sala. La aparición de miss Percival causó a los dos una impresión muy viva. ¡Ah, ah! dijo Puymartin, ahí está el pequeño lingote de oro.

He aquí al rey, he aquí a la reina y a su corte deslumbrante de pedrería; los espectadores se levantan y saludan. entras en tu palco, tu vestido es blanco como tu seno, en el pelo llevas prendida una flor roja como tus labios... También se levantan, Rosita, también se levantan por ti como por la reina de todas las Españas y dicen: «¡Qué bella es

La miré largo rato a ojos descubiertos porque la veía muy bien, y porque cuando el hombre está así en tensión de aspirar fijamente un cuerpo hermoso, no recurre al arbitrio femenino de los anteojos. Comenzó el segundo acto. Volví aún la cabeza al palco, y nuestras miradas se cruzaron.

Había transcurrido mucho tiempo, y una parte del público, deseando descargar su furia contra alguien más que el torero, se volvió hacia el palco presidencial... ¡Señor presidente! ¿Hasta cuándo iba a durar este escándalo? El presidente hizo un gesto que acalló las protestas y dio una orden.

Esta, a su vez, no tenía verdaderamente muchas ganas de teatro; pero alegrose mucho de poder llevar al Real a sus hermanitas solteras, porque las pobrecillas, si no fuera así, no lo catarían nunca. Juan, que era muy aficionado a la música, estaba abonado a diario, con seis amigos, a un palco alto de proscenio.