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Ya pueden ponerme los vestidos que quieran: debajo de ellos siempre estará Demetria, la misma rapaza para quien hacías zampoñas y buscabas nidos allá en el monte, la misma que acompañaste en las romerías tantas veces. El mozo de la Braña escucha estas nobles palabras con alegría y guarda silencio paladeando su sabor delicioso.

Pero como estos libros iban firmados por sus respectivos héroes, y cada uno callaba mi nombre, Castillejo apreció su historia como la mejor de todas, paladeando las hermosuras de mi estilo lo mismo que si le perteneciesen. Andaba muy ocupado en la elección del nuevo presidente.

Pero seguía llenándose el vaso entre bocado y bocado, paladeando el néctar frío y envidiando a los ricos que podían permitirse diariamente este placer de dioses. María de la Luz bebía tanto como su padre. Apenas vaciaba su copa, se apresuraba el señorito a llenarla. No eches más, Luis suplicaba. Mira que me voy a emborrachá. Esta bebía es traidora.

No hay alpiste que valga contra estas cosas. Llega un dia en que, al amanecer, se abren las puertas de una casa, y una jóven baja la escalera, con un envoltorio en la mano, despeinada, trémula, azarosa, paladeando sin cesar, porque la saliva pegaba sus labios; esa jóven atraviesa furtivamente algunas calles, mira hácia atrás y vuelve á correr, hasta que llega á un punto en donde un hombre la esperaba.

Entretanto, el señor Joaquín, leyendo solo el periódico y paladeando solo el café, venía a echarle muy de menos, e íbase arraigando en su mente la idea de la boda. Cada día consideraba más adecuado para yerno al amigo de Colmenar.

Desapareció para ir a reñir a Susana y sólo la volvimos a ver en la sala. Tenéis una excelente cocinera, prima mía, dijo Pablo de Couprat, paladeando su café. , pero tan rezongona... Eso no es más que un detalle... ¿Y qué os parece mi tía? le pregunté en tono confidencial. Pero... bastante majestuosa respondió de Couprat, algo en aprieto. ¡Ah, majestuosa!... ¿queréis decir... desagradable?

En pos de la negra sotana atravesó el jardín del hotel que tantas veces, al pasar por el inmediato paseo, había espiado con miradas de odio... Y ahora, nada; ni odio ni dolor: un vivo sentimiento de curiosidad, como el que entra en país desconocido, paladeando anticipadamente las maravillas que espera ver.

Las más modestas pasaban de treinta mil francos anuales. El tipo medio era de doble cantidad. Alteza, habrá que hacer una revisión decía el administrador. Miguel examinaba la lista de nombres, vacilando ante algunos. No podía recordar bien las personas que los llevaban. Luego sonreía, paladeando ciertas visiones despertadas en su memoria.

Sólo quedaban, junto a una ventana, un corredor del matute paladeando medias copas en compañía de un tendero de ultramarinos, y al extremo opuesto, en lo más oscuro del local, una chula y su novio, que en voz baja se decían ternezas envueltas en desvergüenzas.

Mientras seguía paladeando, con aparente sosiego, las cañas que le ofrecían, no dejaba de comérselo con los ojos, embargado por una rabia sorda que no tardó en estallar. Sus ojos, que eran lo único móvil en su fisonomía impasible, brillaban cada vez más feroces, semejando los de un loco cuando le han puesto la camisa de fuerza.