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La explicación es muy sencilla: vos misma, recuerdo que hace poco lo decíais, vos misma habéis confesado que no habéis amado nunca. ¿Y lo creéis? Lo creo. ¿Y no teméis engañaros? No. ¿Pero qué razones, qué pruebas tenéis?... Voy á hablaros con el alma, sin embozar mis palabras: cuando yo os vi, me mirásteis como miran las cortesanas... ¡Ah!

Rebuscaba sus palabras, se atusaba el bigote, un bigote de antiguo germano, con los extremos caídos; se echaba atrás, con aire de inspirado, la luenga cabellera rubia, en la que apuntaban las canas.

Casi todas sus palabras se dirigían a María, preguntándole y haciéndole repetir infinitas veces los sucesos de la noche anterior, prodigándole elogios desmesurados por su fortaleza y felicitándose de tener una hija tan buena. Hija mía..., pide a Dios por mi salud. Dios no puede... negarte nada.

¡Si ese italiano es una buena persona!... Tengo la certeza de que le quiere á usted mucho. Pero Canterac no podía admitir palabras conciliadoras. Es un hombre falto de tacto, que se empeña en atravesarse en mi camino... Esto acabará mal para él. Entraron en la casa, y el marqués vino á saludarles en el recibimiento.

Estamos en el tiempo del criterio práctico, del criterio de aplicacion, del análisis geométrico de la prueba real, casi física; en un tiempo en que el compás explica la idea; en que un pedazo de materia explica un pensamiento, como el alambre explica la electricidad, como el plomo explica la imprenta, como la brújula marca el polo Norte; en un tiempo que no cree en las palabras de honor que da la ciencia.

Si después de hacer esta vida durante seis meses o un año persiste en meterse monja, déjala que vaya bendita de Dios. Mientras tanto, a nadie convencerás de que no se ejerce presión sobre ella. ¡Uf! exclamó Isabel, después de repetir estas palabras de su padre. La tía se puso de veinticinco colores. Creí que le iba a dar un desmayo.

Porque contestó al fin lentamente, en una voz trémula y tan baja, que apenas pude oír las fatales palabras que pronunció ¡porque ya estoy casada! ¡Casada! exclamé tartamudeando y quedándome rígido. ¡Y su esposo! ¿Cómo se llama? ¿No adivina usted? me preguntó. ¿No lo sospecha? El hombre que ya ha tenido oportunidad de conocer: Herberto Hales.

Fueron dichas estas palabras con acento de tan honda tristeza, y produjeron tal emoción en don Juan, que se avergonzó de emplear aquella estratagema ruin y mentirosa.

Con estas palabras, y con las sonrisas que las acompañaban, el Magistral tenía para rumiar ocho días de felicidad inefable. «, inefable.

Y separándose un poco, para ver el efecto de su malicia, miró al beneficiado con ojos llenos de picaresca intención, mientras los carrillos cárdenos e hinchados delataban un buche de risa, próxima a derramarse por las comisuras de los labios. Puede ser contestó don Custodio, subrayando las palabras, para darse por enterado de la intención del otro.