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Segun esto, dirá alguno, no ha de creerse á los Maestros, ni á los peritos. Yo siempre aconsejaré, que no se crean unos, ni otros ciegamente, y sobre su palabra, sino por las razones de su doctrina; y nada es mas conducente que respetar á los Maestros y á los peritos, y no jurar en defensa de sus palabras y sentencias.

Además, yo he prometido á mi madre que seré monja, y para que lo sea, ha despedido ella á D. Casimiro. ¿Cómo faltar ahora á mi promesa, burlarme de mi madre y hasta de Cristo, á quien he dado palabra de esposa? ¿Qué infamia me propones?

¿Y encuentra usted legítimo y natural, usted la prometida de otro, sostener con el señor Lautrec un cambio de cartas galantes? Si me hubiese usted amado, siquiera un poco, le hubiera bastado una palabra para impedirlo. Olvida usted que nuestro compromiso era secreto y que mi libertad aparente autorizaba a Lautrec para tratar de agradarme.

El dinero quedaba a su espalda, sin recibo, sin garantía alguna, resguardado por el espíritu de confianza inquebrantable que circuía la respetable personalidad del banquero caritativo. Al salir los tres, asomaba un nuevo cliente, un hombre de chaqueta y gorra, industrial, que había abandonado un instante su taller para alcanzar una palabra del ídolo.

Pero ella no lo seguiría jamás al terreno de la controversia, porque no sabía desenvolverse con tanta palabra fina. «Ya me lo decía el corazón» exclamaba, apretando el pañuelo contra sus ojos.

La palabra es lo último que pierden los pueblos, porque esa palabra es á un mismo tiempo su ciencia, su poesía, su amor: la palabra es el espíritu que sobrevive á la libertad, á los usos, á las costumbres, á las leyes. Se quema un código, mil códigos: no se quema la lengua en que están escritos.

Pero tiene el corazón unas susceptibilidades y escrúpulos de que la razón y la palabra no pueden librarle. Veamos á Clara dijo Claudio con resolución. ¿Dónde? En casa de esos demonios. Si es posible, acogotaremos á las tres viejas. Clara no está allí ya. La han despedido. ¿Y por qué? ¿Dónde está? No lo dijo Lázaro tristemente. Pero, ¿á dónde ha ido?

De lejos y al caer de la tarde distinguíamos la columna de humo cubriendo el cielo de vagabundas y sombrías ráfagas, y el aragonés y yo no pudimos menos de maldecir en voz alta y expresivamente al tirano invasor de España. Contra lo que esperábamos, Santorcaz no nos contestó una palabra, y seguía su camino profundamente pensativo.

Una mañana ella le habló por fin de sus ensueños; cada palabra iba cubierta con un velo; pocas bastaron al Magistral para comprender; la interrumpió, le ahorró la molestia de rebuscar las pocas frases cultas con que cuenta nuestro rico idioma para expresar materias escabrosas; y aquel día pudo ser, merced a esto, la conferencia tan ideal y delicada en la forma como todas las anteriores.

Y entonces comenzaron mis cuidaos, ¿sabes?... Después pasó lo que pasó y me fuí metiendo, metiendo en el querer... y hoy eres para mis ojos, criatura, la misma Virgen del Carmen, el principio y el fin de todas las cosas... ¿Por qué no me has escrito, ? Una palabra tuya me hubiera hecho volar á tu lado y pedirte perdón... Pero hacer que me escribiese ese tío no te lo perdonaré jamás...