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Y cada «ta», por el tono con que don Alvaro lo suelta, parece un centón de blasfemia y una letanía de maldiciones. Doña Inés suele acudir entonces, y dice: ¿Por qué chillas tanto, diantre de hombre? Lo que padeces nada vale en comparación de la hiel y vinagre que dieron a Cristo. ¿Piensas que chilló nunca Job en el muladar tanto como chillas ahora? ¡Sufre y ganarás el cielo!

Divide la paciencia en nueve grados o mandamientos. «El primer grado de la paciencia es no empezar la injusticia; el segundo, después que el otro la empezó, no vindicarse de igual manera; el tercero, no hacer al que veja lo que padeces; el cuarto, atribuirse a misma los males que sufre; el quinto, atribuirse más que lo que quiere el que lo hizo; el sexto, no odiar al que hace estas cosas; el séptimo, amarle; el octavo, hacerle bien; el noveno rogar a Dios por él».

, vengo a libertarte de los suplicios que aquí padeces; pero es preciso que consientas en ello...; ¿no consientes?

¿No te digo que estaba muy inquieto por ti? Se comenta ahora mucho la guerra de esta casa.... Déjalos que estén en guerra.... Pero padeces. Yo estoy tranquila, Salvador; en todas partes tendría que sufrir. ¿Y por qué, hija? Ella volvió a inclinar la frente y, otra vez, eludiendo una explicación, dijo: Estos días están muy amables conmigo. ¿Estos días solamente?...

Contemplándola la buena mujer, sintióse más alarmada y condolida, y corrió a decirle: no estas bien aquí.... te vendrás «con nosotros»; es preciso cuidarte y alegrarte. En esta casa no tienes bienestar ni cariño.... Yo creo que hasta padeces frío y hambre y sed....

Padeces, , padeces; lo muy bien; tus ojos están húmedos.... Llora; no te avergüences de llorar; pero no llores porque me voy; llora porque me has de olvidar. Miras el porvenir triste y sombrío, y te dices: «¡No hay esperanza!» ¿Y quién te asegura que esa obscuridad no se tornará mañana en espléndido día?

Esto era claro como la luz. Pero a ratos, meditando, pensando en su delito, en su doble delito, en la muerte de Quintanar sobre todo, al remordimiento, que era una cosa sólida en la conciencia, un mal palpable, una desesperación definida, evidente, se mezclaba, como una niebla que pasa delante de un cuerpo, un vago terror más temible que el infierno, el terror de la locura, la aprensión de perder el juicio; Ana dejaba de ver tan claro su crimen; no sabía quién, discutía dentro de ella, inventaba sofismas sin contestación, que no aliviaban el dolor del remordimiento, pero hacían dudar de todo, de que hubiera justicia, crímenes, piedad, Dios, lógica, alma.... Ana. «No, no hay nada, decía aquel tormento del cerebro; no hay más que un juego de dolores, un choque de contrasentidos que pueden hacer que padezcas infinitamente; no hay razón para que tenga límites esta tortura del espíritu, que duda de todo, de mismo también, pero no del dolor que es lo único que llega al que dentro de ti siente, que no se sabe cómo es ni lo que es, pero que padece, pues padeces».

La vida, por amarga que sea, es muy hermosa y amable; si tiene penas y dolores, tiene también dichas y alegrías, muchas, y yo quiero vivir, vivir para ti, mi Rorró; para ser dichosa si eres dichoso; para amar lo que ames y aborrecer lo que aborrezcas; para padecer si padeces, que en eso cifro mi dicha mayor. ¿No es verdad que no aborreces a nadie? No, estoy segura de ello.

Me alegro, hija mía, de que me hayas llamado; pero sin que te hubieras molestado en llamarme, ya iba yo a venir a verte. ¡Qué pálida estás! ¿Qué padeces? ¿Tienes algo importante que decirme? A esta serie de preguntas cariñosas, empezó a contestar Pepita con un hondo suspiro. Después dijo: ¿No adivina Vd. mi enfermedad? ¿No descubre Vd. la causa de mi padecimiento?

Mira, oye, acércate más.... Di al canalla de Su Excelencia que no tarde en fusilarme. Ya no puedo más. ¿Te sientes mal? ¿Padeces mucho? ¿A ti te importa algo que yo padezca o no? ¡Pues , padezco mucho, por vida del mismo rábano!... Tengo una lámpara encendida aquí. Incorporándose dificultosamente, llevose ambas manos a los hijares.