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Los pájaros revoloteaban con alegres gorjeos y, detrás de una tapia orlada de yedra, oíanse voces de niños que reían y disputaban entre confusos pataleos y llamadas guerreras. Las mujeres pasaban con su cesto de provisiones al brazo. Un carpintero, delante de su banco, cepillaba unas tablas, cuyas olorosas virutas se rizaban alrededor.

El agua saltaba en las fuentes y corría por los pilones murmurando; oíanse alegres voces de niños en lo interior del edificio; gorjeos de ruiseñores y jilgueros en los árboles, y más allá, pasada la verja, ni niños, ni agua, ni flores, ni pájaros... Una llanura estéril, un pueblo de barracas; y allá en el horizonte, lejos, lejos, Madrid, la corte de España, asomando sus cúpulas y sus torres entre esa neblina que pone más de relieve la limpidez de la atmósfera, esa especie de vaho que se levanta de las grandes capitales, semejante a las emanaciones de una hedionda charca.

Era la época de la vendimia, y el vino estaba poco menos que de balde, porque necesitaban desalojar las tinajas para dar cabida al mosto, que era aquel año abundantísimo. Así es que el convoy pasaba, según la expresión de Seudoquis, por una calle de borracheras. A cada instante hallaban grupos jaleadores; oíanse dicharachos, cantorrios y pendencias.

¡Cuidado! gritó Materne. Oíanse también los relinchos de un caballo que se hallaba fuera y las recias pisadas de una muchedumbre de gentes que andaban por el pasillo, por el patio y delante de la alquería; la casa parecía conmoverse hasta sus cimientos. De repente, sonaron unos disparos en las ventanas de la sala baja. Las dos mujeres se vestían apresuradamente.

Oíanse, a lo lejos, sonar de tambores, chillar de chicos, renegar de grandes, gritos, risotadas, y de rato en rato un estrépito infernal y belicoso movido por una docena de granujas que, a todo correr, subían y bajaban la calle Imperial, llevando cada uno a rastra una lata de petróleo: algunas veces se entraban por la calle de Botoneras, y cuando pasaban ante la puerta de la casa parecía que estallaba un trueno en la caja de la escalera.

Sacudía el sueño la calle de los Castros, y mujeres en trenza y en cabello, cuando no en refajo y chancletas, pasaban apresuradas, cuál en busca de agua, cuál a comprar provisiones a los vecinos mercados; oíanse llantos de chiquillos, ladridos de perros; una gallina cloqueó; el canario de la barbería de enfrente redobló trinando como un loco.

Ramiro sentía a través de sus pestañas asoleado movimiento de sedas en las tribunas. Galante murmullo bajaba ahora hasta él y parecíale respirar por instantes femeninos perfumes. Oíanse risas claras y festivas. Encima de su cabeza, el caballero que les había ofrecido los taburetes hablaba a media voz con una dama.

Inmensa multitud se apiñaba en aquellos improvisados sitios de recreo, y oíanse los gritos y vivas con que se celebraba el gran suceso de la Albuera. Aguardamos largo rato. Los amigos de lord Gray y D. Pedro esperaban en la muralla en dos grupos distintos. ¿Se han traído los garrotes? preguntó sigilosamente uno de los de lord Gray.

Mi padre pondrá el grito en el cielo; pero cuando te conozca, cuando vea esta joya... desprendida de la corona del Omnipotente...». Las risas de Isidora oíanse desde lejos. Al llegar al barrio de Salamanca guardaron más compostura y desenlazaron sus brazos. Descendían por la calle de la Ese, cuando Isidora se detuvo asombrada de un rumor continuo que de abajo venía.

Oíanse por las habitaciones inmediatas, a un lado el murmullo de la conversación pausada de los que esperaban, a otro el ruido que producían con sus últimos preparativos los criados. Poco después fueron tomando asiento los escogidos que habían de disfrutar con los duques el grato e íntimo solaz que ofrecía aquella fiesta de familia. Las personas convidadas eran pocas, pero dignas de ser citadas.