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Aquí Domingo Larez, valeroso En sangre, y en valor y valentìa, Anduvo con esfuerzo y animoso, Reprimiendo del indio la osadía: Y viendole ya andar tan orgulloso, Los indios acudieron

Blanca se mordió los labios; pero, dominándose y con un semblante lleno de aparente placidez, tomó al fin el libro y lo puso sobre una pequeña mesa de felpa que tenía al lado. Sabe que usted es el más orgulloso de mis amigos me dijo, con un tono resuelto. Yo, ¿por qué?

Sin embargo, me equivoco. Al pasar uno de ellos por delante de para arrojar un haz de leña al fuego, me dijo con voz baja y conmovida: ¡Ya ve usted, señor, que en nuestro oficio se sufren a veces muchas penas! ¿Qué es eso, tío Azam? ¿Una carta? , señor... una carta que viene de París. ¡Y poco orgulloso estaba el buen tío Azam con que la carta viniese de París! Yo no.

Y remató su canto con un escobilleo que arrancó voces de admiración: los pies se movían con tal presteza, mientras el tronco permanecía recto, que era imposible seguirlos con la vista. La muchacha volvió a su asiento, y el mocetón quedó gozando de su triunfo, orgulloso y satisfecho.

De la precoz inteligencia de Valentinito estaba tan orgulloso, que no cabía en su pellejo. Á medida que el chico avanzaba en sus estudios, Don Francisco sentía crecer el amor paterno, hasta llegar á la ciega pasión.

El príncipe las leyó sin curiosidad. «Nada; lo de siempre. Sigue la monótona guerra de trincheras. El terreno ganado ó perdido á metros. Esto no acabará nunca...» Se deslizó entre los grupos que paseaban durante los entreactos, evitando que le viese el coronel. ¡Pobre Toledo! Iba gravemente orgulloso al lado de aquella protegida que podía ser su nieta.

En ciertos cuadros de Rafael hay algunas que pueden dar idea de la de nuestra dama. La expresión predominante de su rostro en aquel momento era la de un orgulloso desdén. A esto contribuía quizá la luz del sol, que le obligaba a fruncir su frente tersa y delicada. Hay que confesarlo; en aquel rostro no había dulzura.

Tan exaltado se sintió, todo por dentro, tan lleno de ternura, que se tuvo un poco de miedo. «¡Oh! ¡Si esto es estar loco, bien venida sea la locura!». ¡Estaba tan contento, tan orgulloso! No cabía duda. La Providencia y él se entendían. Había sido aquello como un contrato: «Que se marche ella, y vendrá él». Pero ella... ¿se habrá marchado del todo?

El Mayor General José de Jesús Monteagudo, comandante en Jefe del Ejército de la República, puede en justicia sentirse orgulloso y satisfecho de haber logrado lo que ningún general europeo ni americano pudo jamás lograr: aplastar en poco tiempo una revolución de guerrilleros montañeses que se negaban sistemáticamente á combatir.

Pero también, señores, ¡cuán delicado me mostraba yo con ella! ¡extraordinariamente delicado, les aseguro!... La trataba como si fuera la princesa de un cuento de hadas; todos los días descubría yo en mi corazón nuevas fuentes de delicadeza, y me sentía positivamente orgulloso de mi refinada finura.