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Antes que vender al economista el secreto de sus compras, que eran tal vez el principal hechizo de su vida sosa y rutinaria, optaba por hacer el sacrificio de sus galas, por arrancarse aquellos pedazos de su corazón que se manifestaban en el mundo real en forma de telas, encajes y cintas, y arrojarlos a la voracidad de la prendera para que se los vendiese por poco más de nada.

Mientras hablaban los tres, la goma villavejana se chupaba los dedos y no sabía de qué lado ponerse ni qué majadería inventar para que Nieves se clavara... ¡lo mismo que la goma de todas partes! y las hembras peripuestas la miraban de reojo al pasar a su lado, de los pies a la cabeza, ¡igual que todas las presuntuosas de todo el mundo! porque son achaques esos que están en la masa de la sangre, aun en la de los que usan taparrabo... Posible es que Nieves no se fijara en los unos ni en las otras, aunque cueste creerlo por lo que se sabe del prodigioso alcance de vista que tienen las mujeres guapas para esos lances y otros parecidos; pero podría apostarse algo bueno a que en la comparación que hizo mentalmente, después de mirarle de arriba abajo en menos de dos segundos, del Leto que tenía delante, vestido de día de fiesta, con el Leto de la víspera, desaliñado, ardoroso y con el pelo alborotado y la barba revuelta, aunque ambos eran buenos mozos, optaba por el segundo; es decir, por el Leto del billar, en calidad, se entiende, de mujer artista y esforzada.

La hija de este matrimonio era un progreso vivo sobre sus padres: entre un rico tonto, apergaminado, achacoso, y un advenedizo de buena estampa, pero pobre, plebeyo y listo, prefería bailar con el segundo, y en sus ambiciones de muchacha optaba por vivir acompañada de un hombre a quien quisiera, antes que por la boda con un heredero escrofuloso de respetabilísima alcurnia.