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Diez chinos medio desnudos, que llevaban al cinto largos cuchillos ligeramente curvados para defenderse, en caso de necesidad, de los peces-perros, que abundan en aquellas aguas y que son tan aficionados a la carne humana como los antropófagos de la costa septentrional de la Australia, bajaron a la chalupa a una orden del viejo marinero, llevando en la mano izquierda una especie de red capaz de contener muchas olutarias.

Las dos fornallas no habían parado de trabajar un solo momento, y verdaderas toneladas de olutarias habían pasado ya por las calderas. Estaban repletas de pesca todas las tiendas, y hasta cerca de las escolleras se alzaban enormes montones, prontos a ser cargados. Para nada los habían molestados los salvajes hasta entonces, ni habían dado siquiera señales de vida.

Y son de los mejores, Capitán dijo Van-Horn . Mire usted los bankolungan, más al fondo los kikisan, los talifan, y más allá se perciben los murrang. Que los chinos pagan muy caros, viejo mío dijo el Capitán . Hay aquí una verdadera fortuna que pescar. ¿Nos dirás, al fin, lo que son esas olutarias? preguntó Hans. , muchacho respondió el Capitán . Anda, Van-Horn, haz que bajen los pescadores.

La pesca había sido verdaderamente milagrosa, pues la embarcación venía tan cargada, que apenas sobresalía del agua. Después de atracarla a la playa, los veinte chinos se pusieron a descargarla. En menos de una hora aquellos pescadores habían recogido cerca de cinco quintales de olutarias, pero no todas de una sola especie.

Tenemos siete brazas de agua les dijo con aire satisfecho . Nuestros pescadores no tendrán que fatigarse mucho. Pero ¿dónde está el trépang? preguntó Hans. El fondo está lleno de ellos. ¿No ves nada entre la arena y las algas? Me parece distinguir unos rollos que se mueven. Pues esos son las olutarias, o, si te parece mejor, los trépang que pescaremos.

En efecto, el salvaje había ya devorado el zapatos que el Capitán le había arrojado; pero no parecía satisfecho. Al ver el montón de moluscos, y animado por el primer regalo, se arrojó encima, arramblando con todas las olutarias que pudo; pero Van-Horn, que no lo perdía de vista, lo agarró por una pierna y tiró de él, diciéndole: ¡Quieto, monazo! ¡Suelta eso o te estrangulo!

La estación de pesca apenas ha comenzado y no tenemos aún más que la décima parte de la carga. ¡Sigámosles, tío! exclamó Cornelio. ¿A quiénes? ¿A los ladrones? Y ¿por qué no? ¿Vais a volver a Timor con esas pocas olutarias, mientras podemos pescar diez veces más? Yo opino lo mismo dijo Hans . Aprovechemos los momentos para seguirlos. Pero ¿querrán venir con nosotros los chinos?

Y esos tentáculos que les rodean la boca ¿de qué les sirven? Para agarrar las algas, piedras y demás objetos que se comen. Me parece que a éste le faltan algunos. Es verdad, Hans. Los peces atacan a las olutarias y suelen comérseles los tentáculos si no consiguen retirarlos a tiempo; pero aun en ese caso no pierden para siempre los tentáculos, pues se les reproducen al cabo de cierto tiempo.

No podían, con todo, los pescadores perder el tiempo; porque si los fugitivos llegaban a los bosques de eucaliptos sin abandonar su presa, no les quedaba otro recurso al Capitán y los suyos que levar anclas y desplegar las velas, abandonando aquella bahía tan rica en olutarias. Van-Stael se lanzó a todo correr por una de las gargantas de las rocas, seguido del piloto, de Cornelio y de Hans.

Todas aquellas olutarias estaban vivas aún, y desahogaban su impotente cólera arrojando chorrillos de agua a los marineros, los cuales, sin hacer el menor caso, las amontonaron junto a los dos hornillos. El Capitán observaba atentamente el hervor del agua en las calderas.