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Retiróse á una soledad, en donde pasó el resto de sus días en prácticas piadosas y en ejercicios expiatorios, muriendo en olor de santidad. Un escritor de esa época refiere que, á su muerte, tocaron por mismas las campanas, y que, al dar sepultura á su cadáver, sucedieron otros milagros.

Desde lejos lo columbraba, y sus párpados se levantaban repentinamente, y las ventanas de la nariz se le abrían al olor de la presa. Si ésta, olfateando al tigre, se pasaba a la otra acera, o trataba de esconderse, don Roque le llamaba con voz de trueno. ¡Juan, Juaan, Juaaaan! La víctima acudía bajando la cabeza. ¿Has llevado el oficio a don Lorenzo? , señor.

Salían en grupos las mujeres: las viejas vestidas de negro, esparciendo el interno olor de sus innumerables zagalejos y faldas; las jóvenes erguidas en su estrecho corsé, que les aplastaba los pechos y borraba las curvas salientes de las caderas, ostentando con nobiliario orgullo, sobre el pañuelo multicolor, las cadenas de oro y los enormes crucifijos.

Un ostricario moreno, enjuto, de ojos de brasa y enormes bigotes, tenía su puesto en la puerta del restorán, ofreciendo mariscos de intenso olor, que tal vez habían echado media semana en ascender desde la ciudad á las alturas del Vomero.

Las impresiones pasadas renacieron en él: creyó sentir el calor de la hoguera, el hambre, el desaliento de entonces, el olor de la tierra removida... Su descubrimiento le tenía aterrado.

Pero no me negarás, Sancho, una cosa: cuando llegaste junto a ella, ¿no sentiste un olor sabeo, una fragancia aromática, y un no qué de bueno, que yo no acierto a dalle nombre? Digo, ¿un tuho o tufo como si estuvieras en la tienda de algún curioso guantero?

Al principio repugnaba á Miguel, pero había acabado por seducirle con su frescura olorosa que perturbaba dulcemente los sentidos, como si su embriaguez fuese de perfumes. fumarás indudablemente la pipa dijo Alicia con sencillez. El hizo un gesto negativo y recordó el olor que había asaltado su olfato al entrar allí. Sabía qué «pipa» era ésta, y extendió su mirada por el estudio.

Al mes, ya Feijoo no podía vivir sin aumentar indefinidamente las horas que al lado de ella pasaba. Muchos días comían o almorzaban juntos, y como ambos amantes habían convenido en enaltecer y restaurar prácticamente la hispana cocina, hacía la individua unos guisotes y fritangas, cuyo olor llegaba más allá de San Francisco el Grande.

El virrey Manso de Velazco estuvo a la altura de la aflictiva situación, y el monarca le hizo justicia premiándole con el título de conde de Superunda. Juan de Andueza, el libertino, cambió por completo de vida y vistió el hábito de lego de la Merced, en cuyo convento murió en olor de santidad.

Penetraron en una habitación contigua, enteramente llena de libros, donde tres estantes de roble nuevos y vacíos ocupaban otras tantas paredes, mostrando sus enormes huecos de madera limpia, recién labrada e impregnada del olor al barniz.