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Hubiérase dicho que la contrariaba el interés que quienquiera que fuese le mostraba, excepto el de Oliverio que de todos los intereses que pudiera esperar era el más escaso. Antes hubiese aceptado el implacable desdén de este último que someterse a una conmiseración que la ofendía.

Me vino a la memoria lo que Oliverio había dicho en cierta ocasión, respecto de las personas que tienen el trabajo y la voluntad como único patrimonio, y detrás del espectáculo indiscutiblemente hermoso del heroísmo desplegado por un hombre que quiere, advertía mediocridades de existencia que me hacían temblar.

Y oculto el rostro entre las manos, la mirada en el vacío, teniendo ante mi vista toda mi existencia, dudosa, sin fondo, como un precipicio, quédeme absorto. Al cabo de una hora volvió Oliverio y me encontró en el mismo estado: inerte, inmóvil, consternado. Cariñosamente me tocó en el hombro y me dijo: ¿Quieres acompañarme esta noche al teatro? ¿Vas solo? le pregunté. No replicó sonriendo.

Mira pronto me dijo Oliverio, es el rey. Confusamente vi reflejos de la luz sobre cascos y sobre hojas de sables, y aquel desfile de hombres armados y de caballos herrados, resonó brevemente sobre el empedrado con eco metálico, perdiéndose luego cada vez con ruido menos perceptible, en la luminosa niebla de las antorchas.

Le expliqué el carácter de Oliverio, su repugnancia absoluta por el matrimonio. Insistí sobre su creencia quizás poco razonable, pero sin réplica, de que haría infeliz a cualquier mujer, no sólo a una determinada, sino a todas sin excepción. Así trataba yo de atenuar lo que de hiriente podía tener su resistencia. Lo hace cuestión de probidad dije a Magdalena, como último argumento.

Tratábase de una persona de quien se hablaba un poco en el mundo al cual acompañaba yo a mi tía algunas veces. Nada tenía de particular que Oliverio le hubiera sido presentado; y con toda ingenuidad se lo dije. Precisamente añadió, bailé una noche con ella el invierno pasado y desde...

Ninguno de aquellos cambios de conducta se ocultó seguramente a la perspicacia de Oliverio; pero fingió hallarlos muy naturales y nada me dijo, de nada se mostró extrañado y ninguna explicación me dio de las cosas que pasaban en su familia. Una sola vez, por todas, con una habilidad que me dispensaba casi de una declaración, me dio a entender que estábamos de acuerdo respecto al señor De Nièvres.

No creí, pues, engañarme abordando un asunto en el que estaba comprometido el corazón de una joven. Oliverio le dije, ¿qué pasa entre Julia y ? Sucede que Julia está enamorada de y que yo no la amo. Lo sabía continué yo, y por interés de los dos... Te lo agradezco.

Examinó mi ropa manchada de barro, y comprendiendo que no se daba cuenta de dónde podía salir yo en semejante estado, añadí: Se ha casado Agustín. ¿Casado...? exclamó Oliverio. ¿Y por qué no? Eso debía suceder.

Hablábale siempre como cumple a un ex discípulo respecto de su maestro, y le reconocía el derecho de interrogarme acerca de mis tareas. Es cuestión de volver a empezar me contestó, sin asombrarse por lo que veía. ¡ lo que es eso!... Oliverio callaba.