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Recuerdo que me chocó el olor a gas que denunciaba una ciudad en la cual se vivía de noche lo mismo que de día, y la palidez de los rostros que no parecían sino de enfermos. Reconocí en aquel matiz el de Oliverio, y comprendí mejor que antes que tenía distinto origen que yo.

Nada he averiguado le contesté. Todo lo que es que Julia volvió ayer del concierto con fiebre, que la fiebre es muy alta y que está enferma. ¿La has visto? me preguntó Oliverio. No le dije usando de una mentira, porque la necesitaba para interesarle un poco más en la indisposición de Julia, muy leve por cierto. Hizo un gesto de cólera y exclamó: Estaba seguro, me vio. Lo temo dije yo.

Luego me explicó que se llamaba Oliverio D'Orsel, que había venido de París porque razones de familia le trajeron a Ormessón en donde acabaría los estudios, que vivía en la calle de los Carmelitas con su tío y dos primas y que a pocas leguas de la ciudad poseía una propiedad de la cual le venía el apellido D'Orsel. Vaya añadió, tenemos ya una clase en tiempo pasado.

No tomaba ningún partido decisivo, pero me parecía que mi debilidad iba a abatirse al primer accidente que la conmoviera. Tres días después, en una avenida del Bosque por la cual me paseaba desesperado, vi venir despacio un carruaje muy bien atalajado. Iban en él tres personas: dos mujeres jóvenes y Oliverio.

Salía de aquellos lugares afligido. Me encerraba en mi casa, abría otros libros y velaba. Así sentí pasar bajo mis ventanas las fiestas nocturnas de Carnaval. Algunas veces, en plena noche, Oliverio llamaba a mi puerta. En seguida reconocía yo el golpe seco del puño de oro de su bastón.

Había abierto la carta de Oliverio cuya fúnebre despedida presidía, por decir así, a esta relación y estaba de pie, los ojos vueltos a la ventana en la cual se encuadraba un tranquilo horizonte de llanura y de aguas. Permaneció así algún tiempo guardando embarazoso silencio que no quise romper.

Ya apenas oía a nadie hablar de Magdalena aparte Oliverio a quien veía muy poco, y Agustín a quien ella había atraído a su casa, sobre todo después que yo desaparecí.

El doctor, que fue el primero que me dio noticias del enfermo, se encerró en la más absoluta reserva como cumple a los hombres de su profesión. Sólo pude saber que la vida de Oliverio ya no corría peligro, que se había ausentado, que su convalecencia sería larga y exigiría su permanencia en país de clima cálido.

El salón, situado en el piso bajo, tenía tres ventanas sobre el parterre a la altura de la escalinata y delante de cada una había un banco de piedra. Me encaramé en uno de ellos. La noche estaba oscurísima y nadie podía sospechar que yo estuviera allí; dirigí ansioso la mirada hacia aquella habitación y vi a toda la familia reunida: Oliverio, vestido de negro, de pie delante de la chimenea.

La dura perspectiva de pasar muchos meses absolutamente privado de todo contacto, siquiera fuese indirecto, con Magdalena, me hizo vacilar un instante. Otra reflexión me decidió a hacer la prueba más radical y le dije: Sea. Ya no oiré hablar de usted más que por medio de Oliverio que no es el más exacto de los corresponsales.