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Puede quedarse en él... ¿Quiere usted ponerle la Santa Unción? Ni las ideas del enfermo, ni el caos que reinaba en aquel momento en su cabeza le estimulaban a hacerlo. Sin embargo, el P. Gil abrió como un autómata la caja de los óleos y se dispuso a imponer el último sacramento a su desdichado amigo. Hubo que alzar un poco la ropa para ungirle los pies.

Veíanse en esta pieza algunas acuarelas muy lindas compradas por Juanito, y dos o tres óleos ligeros, todo selecto y de regulares firmas, porque Santa Cruz tenía buen gusto dentro del gusto vigente. Los muebles eran de raso o de felpa y seda combinadas con arreglo a la moda, siendo de notar que lo que allí se veía no chocaba por original ni tampoco por rutinario.

El cura avanzó en aquel instante con los sagrados óleos. Todos los circunstantes doblaron la rodilla. Reinó silencio aterrador, que sólo interrumpía el murmullo del clérigo y el estertor del moribundo. Cuando aquél concluyó, Baldomero dirigió otra sonrisa a su hermano y le tendió la mano diciendo con trabajo: Mis chiquitine...

El Estado moderno, vanidoso y absorbente, quiere tener la prioridad sobre el baptisterio, obligando a que los súbditos recién llegados al mundo sean inscriptos en sus registros antes de acercarlos a la santa pila para señalarlos con la sal y los óleos.

Usted trabaja demasiado... Esos dichosos libros, que quisiera ver quemados... Aquí D.ª Josefa enjaretó una larga catilinaria, declarándose en principio sectaria devota del califa Omar. El P. Gil la atajó antes de terminar. ¿Qué venía usted a decirme, D.ª Josefa? ¡Ah, se me olvidaba! Su madrina manda recado de que el hermano se está muriendo: que vaya usted en seguida y que lleve los santos óleos.

Un sacerdote había llegado aquella tarde con los Santos Oleos, y luego de haber ungido al moribundo, se había marchado entristecido de no poder decirle cosa alguna a la pobre alma viajera. Sólo Carmen hablaba con la fugitiva en un coloquio de férvida compasión.

No se atrevió a protestar de la barbarie: temía que penetrara en su alma y leyera sus sacrílegas dudas. Después de pasar por la iglesia y recoger los óleos, penetró en el vetusto palacio de Montesinos. El día estaba encapotado. La lluvia caía tristemente con una pertinacia que sólo se conoce en aquella región de la Península. Salió a abrirle, como siempre, Ramiro.

Ya se remueve un poco; una ancha inspiración hincha su pecho; sus ojos se abren intranquilos. Y luego dice con voz larga y suave: ¡Ay, Antonio! ¡Ay, Antonio! Ha llegado la unción hace un momento y han ido poniendo sobre sus ojos, sobre sus oídos, sobre sus labios, sobre sus manos, sobre sus pies los santos óleos.

¡Mala pata! murmuró el torero, siguiendo adelante . ¡Cuando digo que hoy pasa argo!... Era el capellán de la plaza, un entusiasta de la tauromaquia, que llegaba con los Santos Oleos bajo la chaqueta. Venía del barrio de la Prosperidad, escoltado por un vecino que le servía de sacristán a cambio de un asiento para ver la corrida.

Pero el tabernero, cada vez más colérico, exclamó: ¡He dicho que bailará esta noche, y ha de bailar con los santos óleos puestos!... ¿No quieres tocar?... Pues tocaré yo. Y arrebatando á Paca la guitarra, comenzó á rasguearla diciendo imperiosamente: Á empezar. Soledad avanzó hasta el medio del cuarto y dió comienzo al baile. Estaba pálida.