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Con lo que sus ojos no quedaban sino más luminosos. Apenas comencé a responderle, me di cuenta de la caída; pero ya era tarde. , le dije, observando sus ojos; me acuerdo de que antes no los tenía... Y miré a otro lado. Pero María Elvira se echó a reir: Es cierto; Vd. debe saberlo más que nadie. ¡Ah! ¡qué sensación de inmensa losa derrumbada por fin de sobre mi pecho!

Lo mismo me temo, repuso Isagani, estrechando la mano del dominico; me temo que mis amigos no crean en su existencia de usted, tal como hoy se me ha presentado. Y el joven, dando por terminada la entrevista, se despidió. El P. Fernandez le abrió la puerta, le siguió con los ojos hasta que le vió desaparecer al doblar el corredor.

ABIND. Esos ojos, A quien por justos despojos Mil almas quisiera dar. ¿No respondéis? Culpa os doy, Lengua de fuego inhumano. No me miran como a hermano; No es posible que lo soy. Pues ¿preguntaré a la boca? Esta no dirá verdad, Cuando pura voluntad El instrumento no toca. Pues ¿a los tiernos oídos? Pero ya con escucharme, O pretenden consolarme O quitarme los sentidos.

Es preciso que esa gente aparezca á los ojos del pueblo como urdiendo un plan de golpe de Estado contra la Constitución. El pueblo es fácil de engañar. El pueblo creerá eso y todo lo que sea preciso. Vamos, ¿y qué ha hecho usted esta mañana? preguntó Coletilla. ¿Ha hablado usted á los de Lorencini? Estamos de acuerdo. Y los Comuneros ¿se deciden á marchar con ustedes?

No obstante, y aunque hubiese adoptado las ideas del gitano, esto no era en él la pálida y servil parodia de aquel carácter singular; pero este carácter resumía a sus ojos todos los rasgos que hacen al hombre superior, y lo copiaba como una bella alma copia a la virtud.

Luego de estas explicaciones quedaron los dos en silencio, agarrados a la reja, sin que sus manos osaran encontrarse, mirándose de cerca a la luz difusa de las estrellas, que daba a sus ojos un brillo extraordinario. Era el momento de mutua contemplación y silenciosa timidez de todos los amantes que se ven después de una larga ausencia. Rafael fue el primero en romper el silencio.

El público no se atrevía a hablar ni a respirar siquiera, pero en sus ojos brillaba la admiración. ¡Qué mozo! ¡Se iba a los mismísimos cuernos!... Golpeó impacientemente la arena con un pie, incitando a la fiera para que acometiese, y la masa enorme de carne, con sus agudas defensas, cayó mugiente sobre él.

Se le nublaron los ojos, y se le desprendía algo en su interior, como cuando vino al mundo Juan Evaristo; sólo que era sin dolor ninguno. No pudo apreciar bien aquel fenómeno, porque se quedó desvanecida.

Arrojado Candido del paraiso terrenal fué andando mucho tiempo sin saber adonde se encaminaba, lloroso, alzando los ojos al cielo, y volviéndolos una y mil veces á la quinta que la mas linda de las baronesitas encerraba; al fin se acostó sin cenar, en mitad del campo entre dos surcos.

Entre las parroquianas de la casa había una joven que los dependientes designaban con el apodo de «la beatita». Era una criatura tímida, dulce, encogida, que hablaba con los ojos bajos y sonreía a cada palabra, como pidiendo perdón.