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Y los salvajes presentes mostraron entonces interés en el duelo. Alvaro tira poco. El coronel debe llevarle ventaja. Es más hombre, y además tira con energía. Con demasiada dijo Pepe Castro sacando el pañuelo después de haber arrojado la punta del cigarro y poniéndose a frotar con esmero la boquilla. Todos volvieron los ojos hacia él porque tenía fama de habilísimo tirador. ¿Crees ?

Sus ojos eran grandes, de un castaño sucio, y cuando el pillastre se creía en funciones eclesiásticas los movía con afectación, de abajo arriba, de arriba abajo, imitando a muchos sacerdotes y beatas que conocía y trataba.

Cuando las encendió y nuestros ojos se acostumbraron a la luz, vimos que estábamos en una especie de pieza, no muy grande, pero larga, angosta y más seca que las otras partes de la caverna. ¡Mire! exclamó el capuchino, haciendo un movimiento con la mano. Aquí está todo, señor Greenwood, y todo es suyo.

No, señor: la mar... Tampoco la mar propiamente, sino la embarcación con que anda por ella: su balandro... ¡qué balandro?... su yacht. ¡Canástoles! ¿Y tiene un yacht... un yacht de veras? preguntó Nieves, apartando sus ojos de las acuarelas para fijar en el boticario su mirada henchida de curiosidad.

Oye, Ratón Pérez le dijo , ya puedes comer cebolla hasta hartarte, que a don Federico le ha tentado el diablo y se casa con la Gaviota. ¿De veras? exclamó consternado el barbero. ¿Te asombras? Más me asombré yo; ¡sobre que hay gustos que merecen palos! ¡Mire usted, prendarse de esa descastada, que parece una culebra en pie, echando centellas por los ojos y veneno por la boca!

Al levantar ella sus ojos, vio a Fernando encuadrado por la ventana, contemplándola fijamente, y tuvo un gesto de enfado, lo mismo que si se encontrase con algo que estremecía sus nervios y quebrantaba su paciencia.

No sabía qué hora era; pero el hambre le hizo comprender que era hora de almorzar. Abrió la puerta, dirigiendo una mirada á lo largo del pasillo y á lo profundo de la escalera, y el primer objeto que encontraron sus ojos fué la figura de doña Paulita que subía lentamente. ¿Ha descansado usted? le preguntó con voz menos nasal é impertinente que de ordinario. , señora: muchas gracias.

Una tarde, después de una escena de éstas, fuimos al jardín; Fernández y la señorita se quedaron con el niño en un merendero; Gabriela y yo nos perdimos, a lo largo de una calle de fresnos, en busca de violetas. La niña lloraba y no levantaba los ojos. No llore usted, Gabriela.... ¿Que no llore? murmuró enjugándose los ojos. ¡Cómo no he de llorar! Quiero a Pepillo con toda mi alma.

Como él era un bendito, un cualquier cosa, sin pelo de hombre siquiera... los compañeros, ¿eh?... Los buenos mozos como él harían el favor... Y antes de terminar la frase guiñaba expresivamente sus ojos bizcos, provocando la carcajada brutal de todos los camaradas. Pero duró poco la alegría.

Entorné los ojos, deslumbrado por el incendio general del árbol de fuego, y a través de la mancha rojiza que percibían mis lastimadas pupilas, me pareció ver el rostro de Angelina pálida y llorosa. Diga usted, Gabriela... dije muy quedito.... ¡Me ha escrito! ¡Me ha escrito! Una carta muy tierna, ¡una carta muy sentida! ¿Quién? Ernesto. ¿? ¿Le sorprende a usted? No... pero no lo esperaba.