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Al pobre Batiste, tan severo y amenazador, lo que más le dolía de todas sus desgracias era el desconsuelo de la pobre muchacha, falta de apetito, amarillenta, ojerosa, haciendo esfuerzos por mostrarse indiferente, sin dormir apenas, lo que no impedía que todas las mañanas marchase puntualmente á la fábrica, con una vaguedad en las pupilas reveladora de que su pensamiento rodaba lejos, de que estaba soñando por dentro á todas horas.

Doña Eulalia no habla nunca en latín ni en ningún otro idioma que no sea nuestro castellano puro y castizo; sus pies se apoyan siempre en el suelo cuando no está sentada o tendida; en vez de estar desmedrada, pálida y ojerosa, que está muy guapa y de tan buen color que parece una rosa de Mayo; y el que ella repugne casarse con ninguno de los novios que su señor padre le ha buscado, y el que ande melancólica y retraída, y el que tenga por las noches y a solas, en su retirada estancia, coloquios misteriosos con seres invisibles, no prueba que esté endemoniada ni mucho menos.

Encontró a su tía en el cuarto de la comandanta en un estado verdaderamente aflictivo, ojerosa, con la cabeza pesada y un humor poco dispuesto a las bromas. «¡Bien por las valentías!... le dijo Fortunata . ¿Y qué tal se ha portado la enferma?». No me hables, hija; noche más perra no la he pasado en mi vida. No me ha dejado ni siquiera descabezar un sueño de diez minutos.

Luego se os podía ocurrir que lo mismo puede salirse del alcázar por los tejados y escondrijos que por las escaleras, y estarme yo esperando sabe Dios cuánto tiempo á que volviérais de vuestro paseo. ¡Asesino! ¡asesino! murmuró Francisco Montiño, viendo frustrado su proyecto de escapatoria. Y llamó á la puerta. Le abrió su mujer en persona. Estaba pálida y ojerosa.

¿Qué tiene esta muchacha? pregunté yo alegremente. Debe estar enferma del estómago dijo tu abuela . Tiene vómitos, está ojerosa. Contemplé a la muchacha, que bajó la vista; le tomé el pulso, y dije: Que vaya a mi casa y la reconoceré más despacio. Bueno, ya irá. ¿Cree usted que tendrá algo grave? Ya veremos. Me despedí de la familia y seguí haciendo mi visita.

Aquel hombre parecía la sombra de las muchachas: no era posible volver la cabeza sin encontrársele: y don Pedro reparó también que al surgir detrás de un pilar o por entre los árboles el rondador perpetuo, la cara triste y ojerosa de Carmen se animaba, y brillaban sus abatidos ojos. En cambio don Manuel y Nucha daban señales de inquietud y desagrado.

Estaba ojerosa, pálida y muy abatida. Como D. Evaristo se preciaba de saber algo de medicina, tomole el pulso. «Si está usted como un reloj, hija. Si no tiene fiebre ni ese es el camino... ¡Bah!, coqueterías... un poco de rabietina y nada más. Y que está usted guapísima con ese pañolito, ya, ya. No se le ven ni el pelo ni las orejas.

Estas y otras semejantes reflexiones atormentaban horriblemente a la muchacha y espoleaban su soberbia. Triste y ojerosa se levantó apenas fue de día. Dos o tres horas estuvo cavilando, rabiando y formando distintos proyectos. Varias veces pensó en ir a ver a don Paco, a quien había prohibido venir a verla hasta las diez y media de la noche, y a quien se había propuesto no ver antes.

Olimpia era la menor de las hijas de Samaniego, y hubiera causado gran admiración en la época en que era de moda ser tísico, o al menos parecerlo. Delgada, espiritual, ojerosa, con un corte de cara fino y de expresión romántica, la niña aquella habría sido perfecta beldad cincuenta años ha, en tiempo de los tirabuzones y de los talles de sílfide.