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Después se fué alejando el ruido; sentimos unos quejidos en la calle. ¡Ay! no lo quiero recordar. Todavía no se me ha quitado el susto." El militar oyó con interés estas palabras; pero sin dejar de oirlas dirigió su atención á reconocer el sitio en que se hallaba y á examinar el aspecto de la amable persona que en él vivía.

En los libros algunas veces había leído algo así, pero ¿qué vetustense sabía hablar de aquel modo? Y era muy diferente leer tan buenas y bellas ideas, y oírlas de un hombre de carne y hueso, que tenía en la voz un calor suave y en las letras silbantes música, y miel en palabras y movimientos.

Hizo el gasto de la conversación hablando casi sola, y no pudo hacer nada más de mi gusto, porque me agradan las mujeres de talento cuando no hay que tenerlo con ellas y cuando al placer de oírlas puedo unir el de permanecer silencioso.

Además, usted es demasiado buena para oirlas. Se horrorizará usted y se turbaría la paz serena de su espíritu. ¡Oh! no: cuénteme usted. Tal vez alguna falta muy grave. No importa; cuéntemela usted, que yo se la perdono antes de saberla. Falta mía no es. ¿Falta de otro? ¿A ver? dijo la mística con ansiosa curiosidad. Deje usted para todas esas amarguras, señora.

Oh, me inspirarias canciones inmortales, Y al oirlas estasiados, del orbe los mortales, Tu nombre repitieran con alta admiracion. Entonces fuera grande, por tu esplendor guiado; Con el laurel del genio me viera coronado Para arrojar coronas de glorias á tus piés... Qué digo de coronas de gloria en mi delirio? Yo siento la corona del perennal martirio Clavando sus espinas en mi marchita sien.

Su semblante descompuesto por la ira estaba más feo que nunca; con la prisa que traía apenas podía respirar, y las primeras frases le salieron de la boca desmenuzadas por el enojo: «Ya, ya sabemos... ¡San Antonio!... bribona... parece mentira... ¡Ay, Dios mío!, si es para volverse loca...». Habló algunas palabras en voz muy baja con la Superiora, quien al oírlas puso una cara que daba miedo.

A la señora María, la Rinchona, mira , porque dijo que les quería dar la mano, la abrazaron a vista de todo Dios... luego los había acompañado al Círculo Rojo, y oído la serenata, y el discurso que echó uno de ellos... ¡un viejo que parece un santo!, y otro... un señor serio, de mal color.... ¿Y qué tal, predican bien? ¡Dicen cosas... que se le hace a uno agua la boca de oírlas!

¡Si no es para hacerte daño, mujer! profirió él deteniéndose. Sólo quiero decirte dos palabras al oído... dos palabras solamente. Pues yo no quiero oirlas... ¡No te acerques! Plutón avanzó algunos pasos y ella retrocedió otros tantos blandiendo en su mano derecha la hoz. En cuanto te las diga me marcho manifestó él sonriendo diabólicamente. ¡No te acerques! exclamó de nuevo retrocediendo.

No anduvo largo trecho sin oir las maldiciones que le lanzaba el supuesto religioso; seguidas de tales blasfemias que el caminante echó á correr por no oirlas y no paró hasta perder de vista al deslenguado fraile. En los linderos del bosque descubrió Roger á un chalán que con su mujer despachaba un enorme pastel de liebre y un frasco de sidra, sentados ambos al borde del camino.

La noble pareja manifestó su admiración ante aquel prodigio de fuerza, mientras Tristán se limpiaba el barro de las manos, sin dejar de sonreirse bonachonamente. Esos brazos suyos me han rodeado una vez las costillas, dijo Simón, y todavía me parece oirlas crujir.