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De repente brilla de nuevo el alma del Príncipe en toda su pureza y sublimidad; su espíritu casi se ha despojado de los lazos mortales, que lo encadenan, y la muerte le hace prorrumpir en palabras de una energía indescriptible, como si viniesen del imperio de lo eterno, y anunciasen la verdad, también inmutable. «¿Cómo es posible dice J. Schulze encontrar palabras bastante expresivas, para alabar como se merece al poeta, que ha sabido hacer brillar el espíritu divino de su héroe, ofreciéndolo en toda su desnudez, desde el abismo del oprobio y de la humillación más completa, de tal manera, que el astro de este hombre celestial aparezca más esplendente en medio de la noche más obscuraEsta escena es de las más sublimes, que ha creado hasta ahora la poesía, demostrando lo que nunca se ha representado en esa forma: la grandeza espiritual y moral reduciendo á polvo, por su superioridad, á todo lo terrestre, y manifestando y descubriendo lo divino en la suprema elevación del alma humana.

Y esto hecho, mandó Inca Yupanqui á los señores del Cuzco que, para de allí á diez dias, tuviesen aparejado mucho proveimiento de maíz, ovejas y corderos, y ansímismo mucha ropa fina, y cierta suma de niños y niñas, que ellos llaman Capacocha, todo lo cual era para hacer sacrificio al sol. Y siendo los diez dias cumplidos y ésto ya todo junto, Inca Yupanqui mandó hacer un gran fuego, en el cual fuego mandó, despues de haber hecho degollar las ovejas y corderos, que fuesen echados en él, y las demás ropas y maíz, ofreciéndolo todo al sol; y los niños y niñas que ansí habian juntado, estando bien vestidos y aderezados, mandólos enterrar vivos en aquella casa, que en especial era hecha para donde estuviese el bulto del sol; y con la sangre que de los corderos y ovejas habian sacado, mandó que fuesen hechas ciertas rayas en las paredes desta casa; todo lo cual hacia y los sus tres amigos é otros; todo lo cual sinificaba una manera de biendecir y consagrar esta casa; en el cual sacrificio andaba Inca Yupanqui y sus compañeros descalzos y mostrando gran reverencia á esta casa y al sol.

D. Lino deploraba en público «las ideas extraviadas y los sueños» de su hijo, pero en realidad no dejaba de considerarlo como un milagro y como á tal lo sacaba á pasear casi todas las tardes por la villa, ofreciéndolo á la admiración de sus convecinos con la misma unción que el sacerdote al presentar el Santísimo Sacramento á la vista del pueblo.

Con el mismo éxito se libró de otro testigo importuno: un chicuelo obscuro de color, desnudo de piernas y con gran sombrero de paja, que al ver llegar la comitiva se apresuró a salir de un toldo de cañas, limpiando un vaso en un arroyo y ofreciéndolo después lleno de agua hasta los bordes. Era el espíritu guardador de la cascada.

Pues hija, yo no tengo la culpa... Te acordarás que estuvo con el medio duro en la mano, ofreciéndolo y retirándolo, hasta que al fin su avaricia pudo más que la ambición, y dijo: «Para lo que yo me he de sacar, más vale que emplee mi escudito en anises...». ¡Toma anises! ¡Pobrecillo!... ponlo en la lista. Don Baldomero miró a su esposa con cierta severidad.