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En cambio, sin salir del mismo peñón, se descubrían al Norte, donde había poco sol, helechos de los países fríos, vegetaciones de los Vosgos, llegadas hasta allí nadie sabía cómo para arraigarse frente al Mediterráneo. Alicia, no queriendo aparecer menos instruída, habló de los jardines de San Martino. No los había visitado, pero sospechaba que estaban entre el Museo Oceanográfico y la Catedral.

El juego costea los cruceros científicos, el carbón y el personal de las lejanas expediciones, la impresión de libros y revistas, las subvenciones á los jóvenes que desean perfeccionar sus estudios, el Instituto Oceanográfico de París, el Museo Oceanográfico de Mónaco donde usted trabaja, el Museo Antropológico... Y hay que contar que todo esto no es mas que una propina que abandonan los accionistas... ¡Lo que produce ese palacio que muchos encuentran horrible!...

El Museo Oceanográfico podía aguardarle: no se movería durante su ausencia de la punta del peñón de Mónaco. Los estudios de la fauna marítima no iban á progresar en unos cuantos meses.

Los automóviles resbalaban como diminutos insectos por la cuesta que desciende á La Condamine. Entraron en una avenida asfaltada, entre dos masas de estrechos y tupidos jardines, que conduce al Museo Oceanográfico. ¡Míralos! dijo Alicia con expresión triunfante, al mismo tiempo que daba con un codo al príncipe.

Los dos habían pasado varios años aquí, viendo á todas horas la roca que lleva en su lomo la vieja ciudad de los príncipes, pero como si fuese una pintura de telón de fondo, sin ocurrírseles nunca llegar hasta ella. Alicia recordaba vagamente una visita al palacio del soberano y otra al Museo Oceanográfico, sin poder dar forma á sus impresiones.

Primeramente, Castro... Luego, Novoa. Hasta el coronel estaría en aquel momento paseando ante la tienda de una modista, á la espera de la chica del jardinero. Quedaba Spadoni, pero su fidelidad valía poco. Para él no existía otro femenino que el de la ruleta. Se detuvo el carruaje más allá del Museo Oceanográfico, donde empiezan los jardines de San Martino. Alicia pagó al cochero.

Al lado del dueño estaba el último convidado, el más reciente en la casa, un joven pálido, larguirucho y miope, que miraba á todos lados con timidez, conteniendo sus movimientos. Era un profesor español, un doctor en ciencias, Carlos Novoa, pensionado por el gobierno de su país para hacer estudios de la fauna marítima en el Museo Oceanográfico.

El Casino extendía su influencia á todas partes, hasta al Museo Oceanográfico. Muchas veces, mientras estudiaba el plancton, le acometía una nueva idea para desentrañar los misteriosos saltos de las series del «treinta y cuarenta». Trabajaba por las mañanas con el pensamiento fijo en Monte-Carlo; y apenas llegada la tarde, sentía un deseo irresistible de ir allá.

Los diarios de Niza publican el programa de lo que cantará la capilla junto con el programa del concierto en el Casino: canto llano de los maestros mas célebres, de Palestina ó de nuestro Vitoria... Novoa le interrumpió: Hay, además, el Museo Oceanográfico. El solo basta para justificar y purificar todo el dinero procedente del Casino.

Estaba ahora en una plaza asfaltada, frente á la escalinata del Museo Oceanográfico. Por primera vez reparó en los adornos arquitectónicos del blanco edificio. Habían adoptado como motivo ornamental el manojo de retorcidas patas de los pulpos, el semicírculo estriado de las conchas, la sombrilla filamentosa de las medusas.