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Un joven de sesenta años disponiéndose a asistir a una suaré; pantorrillas postizas, porque va de calzón; un frac diplomático; todas las maneras afectadas de un seductor de veinte años; una persuasión, sobre todo, indestructible de que su figura hace conquistas todavía... ¿Y allí? Una mujer de cincuenta años. Obsérvala; se tiñe los blancos cabellos. ¿Qué es aquello?

Rostro de virgen... instruída, inteligente, modesta... no digo ella; su misma institutriz es una persona ejemplar... una verdadera perfección... Créeme, dedícate a estudiarla... ¡obsérvala, hijo mío! Se lo prometo a usted, tía. Bueno, ahora vete, tengo que escribir... mira, dile a Beatriz que venga.

Abrió el cajón de la cómoda y sacó una cajita de madera, y de ella un sello de cauchouc. Tomó un papel blanco después y lo selló. Mira. ¿Qué es esto? Un sello que pienso aplicar sobre las dos obras que voy a dar a luz y sobre todas las demás que escriba en adelante. ¿Pero qué dice aquí? No leo nada. No hay palabras; no hay más que una figura. Obsérvala bien. Parece una mancha de tinta.

En ella se cifra nuestro siglo de medias tintas, de medianías, de cosas a medio hacer: de todas las palabras que reinan en figuras de hombres y cosas por allá abajo, ésta es en el día la que reina sobre todas, CUASI. Ese es todo el siglo XIX. Obsérvala: a cada una de sus facciones le falta algo; no es más que un perfil: ni está de pie, ni sentada. Vestida de blanco y negro, día y noche.