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Y, madre, dijo también que esa letra escarlata que tienes es la señal que te puso el Hombre Negro, y que brilla como una llama roja cuando lo ves á media noche, aquí, en este bosque obscuro. ¿Es verdad, eso, madre? ¿Y es verdad que vas á verle de noche? ¿Te has despertado alguna vez sin que me hayas visto junto á ? le preguntó Ester. No lo recuerdo, dijo la niña.

El claustro, obscuro, enorme, conmovíase con una música misteriosa que parecía venir de muy lejos, al través de los recios paredones. Era Chopin, que, inclinado ante el piano, componía sus Nocturnos.

Su larga experiencia de juez de instrucción le decía que la verosimilitud de una hipótesis ante un hecho obscuro, no excluye otra posibilidad; el amor de su profesión se excitaba con la idea de que el caso que tenía entre manos era muy intrincado y difícil. Y realmente no recordaba haberse encontrado en presencia de una dificultad mayor.

Este personaje decorativo gastaba patillas largas y blancas, abdomen abultado, pantalón obscuro y una chaquetilla blanca, de dril. Hablaba de manera doctoral. La geografía, la historia, el comercio, la navegación, todo lo dominaba este hombre extraordinario. Don Paco me explicó que don Matias y doña Hortensia buscaban para la niña un novio de la aristocracia.

Al fin acabó por meter toda su cabeza en el tubo obscuro, sacándola poco después completamente desfigurada. Su rostro aparecía tiznado de negro y sus melenas sucias de hollín. El accidente hizo reir á los graves personajes de las tribunas, y el sexo débil de las galerías se unió á la hilaridad general.

De esta suerte, tamborileando y andando con paso marcial, avanzaba delante del doctor y de Petrov, que, inconscientemente, seguían el compás. Petrov se estrechaba contra el doctor y miraba con ansia, volviendo la cabeza, la bandada de grajos en el cielo frío y a cada momento más obscuro. ¡Tam-tara-ta-tam! ¡Tam-tara-ta-tam!

Las sombras, sin ennegrecer el cielo purísimo, se limitaban a dar a su azul el tono obscuro en que parece expresarse una serenidad pensadora.

Corro a verlo y lo encuentro luchando con un violento ataque de gota. Con su bata de grueso muletón obscuro y anchas mangas, en las que ocultaba sus doloridas y temblorosas manos, y con aquel cráneo calvo, que relucía sobre una estrecha corona de cabello, parecía un fraile viejo. A la primera ojeada vi una profunda turbación en aquella cara redonda y afeitada, tan maliciosa y jovial de ordinario.

Luciana, envuelta en un abrigo obscuro cuyo capuchón le velaba en parte la cara, estaba hablando, en un rincón del recibimiento, con Lautrec, en voz baja y animada. Su madre, pronta a salir, la llamó, y le decir: ¡Oh! eso, señor Lautrec, nunca... nunca más. Y se separó de él. Adiós, entonces... por mucho tiempo. Dióle Lautrec la mano, y Luciana dejó caer en ella la suya como a su pesar.

Todavía Morsamor, no satisfecho con las primeras nociones de aquella ciencia nueva, imitó proféticamente lo que hacen los periodistas del día en las interviews y siguió preguntando. Para abreviar, sin que nada de lo más importante quede obscuro, prescindiremos de consignar las preguntas y sólo pondremos aquí tres o cuatro de las más notables contestaciones que Morsamor obtuvo.