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Mejor era una perdigonada que encontrarse con ella... Algunas cuadrillas, después de un adiós apagado, emprendían la marcha, precedidas de sus perros, y se perdían en la obscuridad. Adiós contestaban los otros con entonación misteriosa . Que se os bien la noche.

¿Sabéis lo que pienso, Ramiro? exclamó de pronto el Canónigo, con todo el busto hundido en la obscuridad; pienso que vuestra virtuosa madre acaba de hablaros por boca de ángel, como se dice, y que agora más que nunca, en presencia del riesgo propincuo que corren a la vez vuestra alma y vuestra honra, os debéis echar sin tardanza en brazos de la Santa Iglesia.

resplandecerás entonces con todo tu fulgor, y yo volveré muy humildemente a mi obscuridad. Búrlate de cuanto quieras. Por eso no es menos cierto que durante estos diez días tomarás una ventaja... ¡una gran ventaja sobre ! ¿Cómo una ventaja?

La calma nocturna y la obscuridad envolvían en dulce caricia a Gabriel y Sagrario. Descendía de lo alto esa frescura misteriosa que parece reanimar el espíritu y agrandar los recuerdos. La iglesia era para ellos como una bestia enorme y dormida, en cuyo regazo encontraban tranquilidad y defensa.

Al bajar al jardín, la generala, apoyándose sentimentalmente en mi brazo, murmuró, junto a mi oído: Ay, ¡quién pudiera vivir en esos palacios apasionados donde verdean las naranjas!... ¡Allí que se ama, generala! le dije en secreto, llevándola dulcemente hacia la obscuridad de los sicomoros. Fué necesario todo un largo verano para descubrir la provincia donde residía el difunto Ti-Chin-Fú.

Creía encontrar en la semejanza de nuestros nombres una identidad de destinos. Yo podía ser la Mina de este nuevo Wagner que empezaba a surgir de la obscuridad. Y así se inició lo que no fue nunca amor, sino un gran sacrificio por la gloria... ¡Ay! ¡Cómo nos envenena el arte cuando lo hacemos consejero de nuestra pobre existencia!

¡A las armas! ¡A las armas! gritaban por todas partes . ¡Eh! ¡Por aquí! ¡Mil centellas! ¡Que vienen! Cinco o seis disparos se sucedieron, iluminando los cristales envueltos en la obscuridad. ¡A las armas! ¡A las armas! Nuevos disparos se oyeron. La gente iba de un lado a otro, corriendo. La voz de Hullin, seca, vibrante, sobresalía dando órdenes.

Una sombra de mujer surgió entre los arbustos espesos que flanqueaban el camino. Se detuvo, miró con desconfianza hacia todos los lados, trató de penetrar con la mirada la obscuridad gris y se deslizó lentamente hacia la casa del guarda.

Escucharon desde su cama, envueltos en la obscuridad, el rechinar de la cerradura y la entrada del señor Vicente, a tientas, en su habitación. Feli, apretando su boca contra un brazo del amante para que no sonase su risa, seguía, regocijada, todos los ruidos del «santo», adivinando su significación. ¡Plam! ¡plam! Era que se quitaba, los zapatones de fraile, arrojándolos lejos.

Cuando el amo se cansó de dormir saltó del lecho. Ni el más tenue resplandor entraba por las rendijas. Creía haber dormido doce horas lo menos, pero aún era de noche. Abrió una ventana, y su cabeza tropezó cruelmente en la obscuridad; intentó franquear la puerta, y no pudo.