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Ahora van á sangrar dijo Sanabre, señalando á un obrero viejo que hurgaba con una palanca en la boca del horno cubierta de tierra refractaria. Se abrió un pequeño agujero en la base de una de las torres y apareció un punto de luz deslumbradora, una estrella roja de agudos rayos que herían la vista.

No estoy conforme con el palacio de la Bolsa, como no lo estoy con el palacio de la Industria, ni con otros muchos palacios que por aquí bullen, despertando en mi alma recuerdos penosísimos, tristes y lamentables contradicciones. ¡Palacio de la Industria! ¡Y el industrial no tiene dónde vivir! ¡Y el obrero tiene que ir á buscar una vivienda más allá del recinto de la ciudad, á Batiñoles!

Debía conocer á su nieta, la célebre bailarina. Iba á hacerle alguna pregunta sobre ella, cuando la vieja siguió hablando. Mi preferido fué siempre Alberto, un obrero aficionado á los libros. Yo, aunque deseo vivir independiente, iba todos los días á su casa, ayudaba á su mujer, jugaba con su hijo. ¡Un biznieto! Imagínese qué alegría, señor comisario. No todos llegan á ser bisabuelos.

Pero ahora, Pepe, por mucho que ayune un obrero tuyo, amasando céntimo sobre céntimo, ¿llegará á ser accionista de tus fundiciones? ¿podrá adquirir un pedazo de las minas, con todo el material necesario para la explotación? Eso está bien arguyó Urquiola con acento triunfante. Este doctor dice á veces cosas muy oportunas.

Por bajo que esté el valor del abacá, siempre puede ganar un bracero más de 30 cuartos. ¿Por qué, pues, esos 300 hombres no prefirieron esta mañana al amo que les da 30 ó más y al que solo les data 12? La contestación la tienes sobre el terreno. El obrero del Estado trabaja poco ó nada, el obrero del particular, por el contrario, trabaja mucho y duro.

El obrero industrial, habituado á sufrir en otras partes la tiranía de las sociedades anónimas, monstruos acéfalos de la industria, irritábase á cada momento contra el gran patrono de reciente formación.

El obrero, el estudiante, el cachifo de media calle que tiene que vengarse del policiano, como el aspirante, del Presidente o de un Ministro, tienen en las paredes su prensa libre. A veces la ortografía padece, y en la forma de la letra se descubre la ruda mano de un hombre del pueblo. ¡Pero qué lujo de expresiones, qué cantidad de insultos!

Algún obrero viejo marchaba solo al lado de un hospiciano. ¡Pobrecito! No tenía madre; estaba, en su desgracia, peor que los otros. Su mano callosa, cubierta de escamas del trabajo, acariciaba las mejillas infantiles, mientras la cara barbuda miraba a lo alto, pensando en que los hombres no deben llorar. Toma un perro gordo: lo guardaba para «un quince»... Que te apliques... que seas bueno.

Si no puede vivir de la pluma, porque en España no existan todavía medios de remunerarle cumplidamente, debe alternar sus ocupaciones literarias con otras de diversa índole. Si puede vivir, aunque sea modestamente, debe trabajar diariamente como cualquier otro obrero.

Siento que se hayan ustedes muerto, señores, porque así no verán cómo vamos a arreglar a las sanguijuelas del pueblo, a los verdugos del pobre obrero... ¡Ah!, usted, el de la golilla que parece un plato, el de la cruz de Calatrava, usted, caballerete, si viviera en estos tiempos de ahora y alcanzara el día de la justicia, no nos miraría con esos ojos... ¡Quia!, se le pondría una escoba en la mano; mi señor cruzado barrería las calles..., y palante».