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De broma en broma llegaron a venir a las manos, esto es, a retozar alegremente donde quiera que se encontraban, generalmente en los prados. Claro es que Andrés en este juego llevaba la peor parte. Si trataba de sujetar a Rosa por las muñecas, ésta de una sacudida se zafaba, dejándole tambaleando; cuando quería pellizcarla, ella a su vez le tenía tan bien sujeto, que le era imposible moverse. No hallaba modo de causarla la menor molestia. En cambio ella, cuando se lo proponía, jugaba con él como el gato con un ratoncillo, le hacía dar vueltas para marearle, levantábale en peso, sentábale siempre que quería y obligábale a ponerse de rodillas pidiendo perdón; todo esto con gran risa y regocijo de los presentes, que animaban a Andrés y le ayudaban de vez en cuando. Rafael se perecía por ver a D. Andrés jugando con su hermana.

Extendía las manos como para apoyarse en un punto y retroceder mejor. El espacio iluminado era para él como un inmenso abismo en el cual se suponía próximo a caer. El instinto de conservación obligábale a cerrar los ojos. Excitado por Teodoro, por su padre y los demás de la casa, que sentían la ansiedad más honda, miró de nuevo; pero el temor no disminuía.

Tenía momentos de gran temblor y confusión, y otros en que una actividad febril obligábale a correr por las calles, sin ver a nadie, sin fijarse en nada más que en los coches que iban y venían. Tomaba un bocado en cualquier taberna, y paseaba, paseaba. Pasear era su vida y el pasto de su idea.