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Obedecí a mi compañero, como si lo tuviese por obligación, y nos colocamos otra vez en las primeras filas. El carruaje de la Justicia caminaba a unos veinte pasos de nosotros. La muchedumbre hormigueaba en torno del piquete y de los guardias, esforzándose para ver al reo.

Obedecí, y, al verme, hubo entre aquella multitud, cuyas miradas todas se dirigieron hacia , una especie de rumor, el cual no podía explicarme, y que me turbó extraordinariamente. Recibíamos muy pocas veces, y los nobles señores que nos honraban con su visita eran, por lo general, viejos duques y ancianos señores, amigos y contemporáneos de mi tío.

Obedecí sumiso y besé también la frente de la niña. Agosto 16. Salgo de la cama en este instante. No he soñado monstruosidades como otras veces, pero ha sido tan triste mi sueño, que aún estoy conmovido. Siento dentro del alma una melancolía honda y desgarradora como si me encontrase solo en el mundo. Soñé que me hallaba en medio de un salón de baile espléndido y hermoso y profusamente iluminado.

»Yo no me decidía a hacerlo; pero el doctor me indicó con una seña que accediese a su súplica y entonces obedecí. »Pero, ¡ay! esta vez no se levantó mi pobre Magdalena para venir hacia sostenida por el mágico poder de esa sugestiva melodía. Casi no logró incorporarse en el lecho, y al extinguirse la última nota lanzó un suspiro y con los ojos cerrados se desplomó sobre la almohada.

Orden y mandato fue éste que me puso en condición de no obedecerle, por parecerme imposible sustentar tantos días la vida en el ausencia de Luscinda, y más, habiéndola dejado con la tristeza que os he contado; pero, con todo esto, obedecí, como buen criado, aunque veía que había de ser a costa de mi salud.

Este mandato era en nombre del Exmo. Señor Virey de Buenos Aires, de quien en este particular tenia por cartas sus facultades. Obedecí el mandato.

Mi tía se ensilló con su pesada salida de teatro, y Fernanda envolvió su linda cabeza en un pañuelo de fular color caña, dentro del cual parecía un estudio inconcluso de artista. Vamos, mal criado me dijo mi tía, acompañe usted a esa señorita, ofrézcale el brazo. Obedecí, y Fernanda me entregó el brazo sonriendo con plácida generosidad.

¡Pie a tierra! repitió bruscamente; y obedecí. El bosque era espesísimo desde la orilla misma del camino. Ocultamos nuestros caballos entre los árboles, les vendamos los ojos y permanecimos inmóviles junto a ellos. ¿Quiere usted saber quiénes son? murmuré , y adónde van. Entonces noté que su diestra empuñaba un revólver. Oíase cada vez más próximo el trote de los caballos.

Basta de broma... basta de carnaval.... No quiero más fiestas.... Estoy cansada.... Ayer me hizo daño el baile... no quiero más... no quiero más.... ¿No te obedecí ayer...? Basta por Dios, basta. Bueno, hija, bueno... no insisto. Y calló don Víctor, perdiendo parte de su alegría. No se atrevió a hacer uso de aquella energía que Dios le había dado. «No había para qué estirar demasiado la cuerda».

Vendrá mañana; prepárate a recibirle. »Quise hablar, suplicar; pero aparentando no comprenderme, mi tío tomó sus anteojos y su libro y me hizo seña con la mano para que me retirase. »Como fascinada por aquel dedo demacrado que se extendía hacia ... obedecí, sin despegar mis labios; salí y me encaminé a mi aposento, donde derramé un mar de lágrimas. ¿Por qué? ¿de dónde provenía mi desesperación?