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Cuando hubieron sosegado un poco y se limpiaron las lágrimas y se sonaron estrepitosamente con un pañuelo de hierbas, Paco, que gozaba viéndolas tan alegres, les preguntó: Pero vamos, ¿cuándo lo habéis comprado, el Salvador, que yo no lo he visto hasta ahora? Estaba en el cuarto de Nuncia, mi alma; pero allí no estaba bien, porque tropezaba la cama en él, y lo hemos traído.

Era el alma y el regocijo de la tertulia de la Niña. La vaya incesante con que mortificaba a ésta los tenía a todos en continuo espasmo de risa. Vamos, Nuncia, ¡mucho ojo! No hables demasiado, porque ya sabes que te he visto las pantorrillas y... y... y... La pobre octogenaria se ruborizaba como una niña de quince. Nada la sofocaba tanto como este recuerdo importuno de la tarde del columpio.

Era hombre mozo, muy cortés y muy galán, ¿verdad, Nuncia?... A me parece que te hizo algunas carantoñas... Nuncita bajó los ojos ruborizada. ¿Quién se acuerda de eso ya? Era muy enamoradizo prosiguió Carmelita; pero al mismo tiempo bien criado y bien entendido... ¿Enamoradizo dijiste? Justo, no puede ser otro que Velázquez.

Al fin, casi a viva fuerza, entre los aplausos frenéticos del corro, Cuervo, el hercúleo alférez de la primera, levanta en brazos a la Niña y la sienta en la tabla. ¡Agárrate bien, Nuncia! le grita Paco Gómez, mientras el citado alférez y algunos otros amigos empiezan a mecerla. ¡Suave, suave! exclama Carmelita. No hay cuidado; así lo hacen, porque temen dar con ella en tierra.

Dejó de ir todos los días a casa de Quiñones y asistió una que otra vez a la tertulia exigua de las de Meré, como se seguía diciendo en Lancia, aunque en realidad ya no hubiese en el mundo más que una. Carmelita había muerto hacía lo menos tres años. No quedaba más que Nuncia, la menor, y ésa casi totalmente paralítica.

El mismo día que llegó vio a Nuncia por la mañana al balcón. Por la tarde le entregó en el pórtico de San Rafael, al salir de la novena, un billete de declaración, que empezaba: «Señorita: Entre confuso y medroso, y dudando si en gracia de lo rendido me perdonará usted lo osado, confieso que mi único delito consiste en amar a usted...»

Por tales razones y porque Carmelita así la llamase con frecuencia, D.ª Nuncia, que pasaba algo de los ochenta, era conocida en Lancia por el sobrenombre de «la NiñaEn los amores de Emilita Mateo se portaron ambas hermanas heroicamente. El capitán Núñez fue bloqueado en toda regla.